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http://cabalgandoaltigre.wordpress.com/2007/11/27/realidad-daimonica-i-suenos-realidad-psiquica-y-daimones/ 
 

EXTRACTOS DE “REALIDAD DAIMÓNICA”, DE PATRICK HARPUR, EDICIONES ATALANTA 

Hay que subrayar que, aunque los sueños son experiencias internas, no son subjetivos. Es decir, que no son nuestras mentes conscientes quienes los crean. No nos pertenecen, sino que son algo que nos sucede. Los antiguos griegos hacían bien en no decir nunca que habían tenido un sueño, sino que habían visto un sueño. También hacían una distinción fundamental entre los sueños significativos y los que no lo son. Jung, que analizó miles de sueños en el transcurso de su larga vida, coincidía con ellos. Los sueños ordinarios, cuyo contenido remite a acontecimientos de nuestras vidas, eran producto del inconsciente personal. Pero  también  están los  sueños arquetípicos, que derivan del inconsciente colectivo, llamados «significativos» por los griegos y «grandes sueños» por las sociedades tribales. El ambiente de éstos es bastante distinto al de los sueños ordinarios. Se distinguen por su intensidad y su claridad y, por encima de todo, por su sentido de la realidad. Se perciben como sagrados y, en ocasiones, proféticos. Un ejemplo típico, citado por Jung, es el de una mujer que soñó que bajaba por los Campos Elíseos en autobús. Sonó la alarma antiaérea. Los pasajeros del bus se bajaron y desaparecieron en las casas de los alrededores. La mujer, que fue la última en dejar el vehículo, intentó meterse en una casa, pero las puertas estaban cerradas. La calle estaba absolutamente vacía. Se apoyó en una pared y alzó la vista al cielo. En lugar de las esperadas bombas vio «una especie de platillo volante, una esfera metálica con forma de gota. Iba volando bastante despacio de norte a este, y [ella] tuvo la impresión de que la estaban observando». En medio del silencio, oyó los tacones de una mujer que bajaba caminando por la calle vacía. «El ambiente era de lo más raro.»

Vemos aquí  la transición del inconsciente personal, por decirlo así, al colectivo: la mujer está viajando con bastante normalidad cuando suena la «alarma antiaérea». La dejan sola frente a la dramática aunque bastante habitual situación de un ataque enemigo. Pero en lugar de eso aparece algo completamente externo a este mundo, una epifanía, acompañada del aura de rareza que rodea a los avistamientos de ovnis.

Un mes más tarde, la mujer tuvo otro sueño:

«Estaba caminando de noche por las calles de una ciudad. Unas “máquinas” interplanetarias aparecieron en el cielo y todo el mundo huyó. Las “máquinas” parecían grandes puros de acero. Yo no huí. Fui detectada por una de las “máquinas”, que vino directa hacia mí en ángulo oblicuo. Yo pienso: el profesor Jung dice que no hay que escapar, así que me quedo ahí quieta y miro la máquina. Vista de cerca y por delante era como un ojo circular, medio azul y medio blanco.»

Aquí, el sentido de la epifanía -de un dios o de Dios mismo manifestándose- se intensifica. El ojo único es como el alma con varios ojos que todo lo ven mencionada por Cesáreo. Pero, aunque puede que el consejo de Jung a su paciente sea sensato, hay que tener en cuenta que el contacto directo con poderes espirituales es equívoco -tan  peligroso como beneficioso-, tal y como muestra la segunda parte de este mismo sueño. La mujer se encuentra en una habitación de hospital. «Entran mis dos jefes, muy preocupados, y le preguntan a mi hermana cómo estoy. Ella contesta que la sola visión de la máquina me ha quemado todo el rostro. Sólo entonces me doy cuenta de que están hablando de mí, y de que tengo toda la cabeza vendada, aunque no puedo verla.» Se trata de un efecto referido a menudo por testigos de ovnis. Se les quema la cara, les salen erupciones, irritaciones en la piel, conjuntivitis… Los extraterrestristas atribuyen estos síntomas a la «radiación». Pero lo que vemos es que no todas las radiaciones tienen que ser literales. Las  abrasadoras  imágenes  arquetípicas  dejan  su marca en un sentido psíquico y simbólico, además de en un sentido físico y literal. Moisés tuvo que cubrirse el rostro después de ver la zarza ardiente, no porque ardiera por radiación, sino porque, irradiada por la gloria del Señor, no podía ser mirada.

Así, los ovnis pueden aparecer en sueños con una lucidez muy vivida, e incluso más que eso. Pero, a la inversa, las visiones de ovnis en vigilia suelen estar rodeadas por un ambiente extraño y onírico, la misma calma y rareza que se presentan en sueños. Hacia las cinco de la tarde del 26 de mayo de 1981, por ejemplo, una pareja acababa de salir de su casa en Pitsea, Essex, cuando un enorme objeto ovalado surgió de junto a una refinería. Tenía una luz roja en la parte de atrás y cuatro «faros» blancos. Volaba muy bajo, y tan despacio que «tardó siglos» en pasar. «El tiempo prácticamente se detuvo, les pareció, y más tarde los testigos se dieron cuenta de que, a menos que el objeto hubiera tardado una media hora en pasar sobre esa concurrida calle en hora punta, no sabían qué había ocurrido en un lapso de tiempo tan amplio. No hubo otros testigos.»

Una y otra vez, en los informes sobre ovnis oímos que el tiempo «se detiene», que hay un silencio extraño a pesar del tráfico intenso, pongamos. Los testigos describen una sensación de aislamiento y ensimismamiento, como si (igual que en el ejemplo del sueño) todos los demás se hubieran desvanecido de repente; una sensación de unidad con el objeto percibido en que la aprensión o el temor iniciales pueden ser reemplazados por una sensación de tranquilidad apagada.

[...]

Jung, como Freud, consideraba los sueños la via regia al inconsciente y, por tanto, al autoconocimiento. Nunca dejó de prestar atención a sus sueños, muchos de los cuales fueron decisivos para dar forma al curso de su vida, tanto la interior como la exterior. Comprendía la paradoja del inconsciente: que es inconsciente sólo desde el punto de vista de la conciencia en vigilia ordinaria. Cuando ésta duerme o se encuentra en suspenso, el «inconsciente» revela una asombrosa conciencia propia que a menudo ve y sabe más que nosotros. Sueño y vigilia no tienen por qué ser tratados como contrarios. Uno puede invadir al otro. Se pueden considerar los sueños como visiones del durmiente, y las visiones como sueños en vigilia. Los primeros tienen lugar interiormente y los segundos, exteriormente.

(Págs. 56-61)   
 

Para nosotros es difícil captar la realidad psíquica porque nuestra cosmovisión ha sido obstinadamente dualista durante largo tiempo. El dualismo cuajó a principios del siglo XVII con el nuevo empirismo de Francis Bacon y la filosofía de René Descartes, que dividió firmemente el mundo entre mente (sujeto) y extensión (objeto). Pero el trabajo de base para tal distinción se había establecido, siglos antes, en el Concilio Eclesiástico de 869, que decretaba dogmáticamente que el hombre está compuesto de dos partes, cuerpo y espíritu. El tercer componente -alma- estaba contenido en el espíritu, y así se perdió una distinción esencial. Pues es precisamente al alma (psykhé en griego, anima en latín) a lo que se remite la realidad psíquica: un mundo intermedio, entre lo físico y lo espiritual, que participa de ambos.

Jung comprendía la realidad psíquica porque se topó directamente con ella, en un sueño. En él se le apareció «un ser alado surcando el cielo. Vi que era un anciano con los cuernos de un toro. Sostenía un manojo de cuatro llaves, y tenía cogida una de ellas como si se dispusiera a abrir un cerrojo». Esta figura misteriosa se presentó a sí misma como Filemón; y aquél fue el principio de una bella amistad. Visitó a Jung a menudo, no sólo en sueños, sino también estando despierto: «En ocasiones me parecía muy real, como si fuera una personalidad viviente. Paseaba con él de un lado a otro del jardín, y para mí era lo que los indios llaman “un gurú”… Filemón me aportó la noción crucial de que hay cosas en la psique que no produzco yo, pero que tienen su propia vida… Mantuve conversaciones con él y dijo cosas que yo no había pensado conscientemente… Dijo que yo trataba los pensamientos como si los hubiera generado por mí mismo, pero, según su parecer, los pensamientos eran como animales en el bosque, o como personas en una habitación… Fue él quien me enseñó la objetividad psíquica, la realidad de la psique».

Uno de los detalles que nos da Jung de Filemón es que «traía consigo una atmósfera egipcio-helenística de tintes gnósticos». En otras palabras, procedía de la cultura de habla griega que se extendió por el Mediterráneo oriental en los primeros siglos posteriores al nacimiento de Cristo. En esa época el cristianismo no era más que un conjunto de creencias que competía por la soberanía con muchas otras, como el gnosticismo, el hermetismo y, sobre todo, el neoplatonismo. Finalmente éstos fueron declarados herejes o bien absorbidos en parte por el cristianismo, que se convirtió en la religión oficial del Sacro Imperio Romano. Junto con ellos se expulsó una creencia que daban por sentada: la creencia en lo que Jung llamaba «realidad psíquica». Así que Filemón, que tanto hizo por iniciar a Jung en ese mundo, era verdaderamente su antepasado espiritual.

Las grandes autoridades en el mundo intermedio de la realidad psíquica fueron los neoplatónicos, que florecieron desde mediados del siglo III a.C. hasta mediados del VI. Siguiendo el diálogo más místico de Platón, el Timeo, llamaron a la región intermedia el Alma del Mundo, comúnmente conocida en latín como Anima Mundi. Así como el alma humana mediaba entre el cuerpo y el espíritu, el alma del mundo mediaba entre el Uno (que, como Dios, era el origen trascendente de todas las cosas) y el mundo material y sensorial. Los agentes de esta mediación recibían el nombre de dáimones (a veces escrito daemones); éstos, se decía, poblaban el Alma del Mundo y proporcionaban la conexión entre los dioses y los hombres.

Más tarde, la cristiandad declaró injustamente a los dáimones demonios. Pero originariamente eran sólo los seres que abundaban en los mitos y el folclore, desde las ninfas, los sátiros, los faunos o las dríadas de los griegos hasta los elfos, gnomos, trols, jinn, etc. Por ello propongo, en aras de la comodidad, denominar a todas las figuras de las apariciones, incluidos nuestros alienígenas y seres feéricos, con el nombre genérico de dáimones.

Los dáimones eran esenciales para la tradición de la filosofía gnóstico-hermético-neoplatónica, que era más como una psicología (en el sentido junguiano) o una disciplina mística que como los ejercicios de lógica en que se convirtió la filosofía. Pero los dáimones del mito evolucionaron hacia un tipo más ajustado a estas filosofías, ya fueran ángeles, almas, arcontes, tronos o potestades…, muchos de los cuales se infiltraron luego en el cristianismo. Siempre flexibles, los dáimones cambiaban de forma para adaptarse a los tiempos, transformándose incluso en abstracciones si era necesario (las hénadas neoplatónicas, por ejemplo), aunque prefiriendo, dentro de lo posible, permanecer como personificaciones. El elenco de personajes arquetípicos de Jung -sombra, anima/animus, Gran Madre, Anciano Sabio- lo coloca sólidamente en esta tradición.

Nunca del todo divinos ni del todo humanos, los dáimones emergieron del Alma del Mundo. No eran espirituales ni físicos, sino las dos cosas. Tampoco eran, tal como Jung descubrió, enteramente internos ni externos, sino ambos. Eran seres paradójicos, buenos y malos, benéficos y temibles, guías y censores, protectores y exasperantes. La Diotima de Platón los describe en El banquete, un diálogo consagrado al más ignorado de todos los temas por la filosofía moderna: el amor.

«Todo lo daimónico es un intermedio entre dios y mortal. Interpretando y transmitiendo los deseos de los hombres a los dioses y los deseos de los dioses a los hombres, permanece entre ambos y llena el vacío (…). Un dios no tiene contacto con los hombres; sólo a través de lo daimónico se dan el trato y la conversación entre hombres y dioses, ya sea en estado de vigilia o durante el sueño. Y el hombre experto en semejante relación es un hombre daimónico…»

Jung lo era a todas luces. En términos suyos, los dáimones son imágenes arquetípicas que, en el proceso de individuación, nos conducen hacia los arquetipos (dioses) mismos. No necesitan transmitir mensajes, pues ellos en sí son el mensaje. Los griegos comprendieron desde una época temprana que los dáimones podían ser psicológicos, en el sentido junguiano. Atribuían a los dáimones «esos impulsos irracionales que se alzan en un hombre contra su voluntad para tentarlo, como la esperanza o el miedo». Los dáimones de la pasión o los celos y el odio todavía nos poseen, como han hecho siempre, haciendo que nos lamentemos tristemente: «No sé lo que me pasó. Estaba fuera de mí». Pero, aunque la actividad daimónica sea más fácil de detectar en el comportamiento obsesivo e irracional, siempre está trabajando silenciosamente entre bastidores. Nuestra tarea es identificar los dáimones que hay detrás de nuestras necesidades y deseos más profundos, de nuestros proyectos e ideologías, pues, como hemos visto, éstos siempre tienen una implicación religiosa, yendo y viniendo del territorio del ser divino y arquetípico. Lo que no debemos hacer es ignorarlos, porque, como advertía Plutarco (¿46-120?), aquel que niega a los dáimones rompe la cadena que une al mundo con Dios.

(Págs. 78-81) 
 
 

Si hubo alguna vez un tiempo en que el cultivo de la naturaleza salvaje y el declive de la cultura oral llevaron a la pérdida de la creencia daimónica, seguramente fue en el siglo XIX, cuando la actividad daimónica se trasladó sobre todo del campo a las sesiones de espiritismo.

Mientras que el cristianismo había polarizado la realidad daimónica en sus dos mitades de espíritu y materia, el auge del materialismo filosófico en el siglo XIX suprimió todo lo espiritual. La realidad se volvió materia. La iglesia trató de combatir eso, pero tendía a hacerlo invocando la autoridad de la Biblia, que sufría un revés espantoso desde Darwin y su idea de que la humanidad no fue creada por un acto divino, sino que había evolucionado de forma natural. Durante la época victoriana, el cientificismo alcanzó la cúspide de la autoconfianza. Quedó sólidamente asentado que todos los misterios del universo serían desvelados en cuestión de pocos años. Por supuesto, esa confianza resultó errónea, pero aún hoy existe una fe similar en la capacidad de la ciencia. El tono reverencial con que todavía se trata a la ciencia se fraguó hace ciento cincuenta años.

Sería erróneo pensar que el cientificismo se salió con la suya. El materialismo científico nunca ha sido capaz de sacudirse de encima el vitalismo, o la idea, a grandes rasgos, de que hay un alma en la materia. «Las teorías vitalistas de la naturaleza de la vida atribuían su organización intencional a almas no materiales, o factores vitales, bajo un abanico de nombres diversos. Las teorías mecanicistas siempre han negado la existencia de tales “entidades místicas”, pero entonces han tenido que reinventarlas con nuevos disfraces. La realidad daimónica siempre ha socavado las muchas disciplinas que se han propuesto excluirla.

No obstante, los dáimones de los que quiero hablar aquí no son los que hostigaron al cientificismo desde el interior, sino los que se agruparon como su opuesto, como un hermano tonto. Y es que la era victoriana fue presa, paradójicamente, de un vasto fenómeno daimónico que ensombreció la brillante luz de aquel mundo nuevo de progreso optimista con el viejo y lóbrego mundo de la «superstición», en el que antepasados de voz ronca hablaban desde más allá de la tumba.

Hay algo a un tiempo impresionante y truculento acerca de la edad dorada del espiritismo. Sus médiums eran de un atractivo vigor comparados con sus homólogos de los tiempos modernos, los «canalizadores», que transmiten insulsos mensajes de una miríada de entidades que abarca desde las oscuras deidades africanas a lejanos «hermanos del espacio». En una sesión victoriana, sonaban trompetas, se oían campanas y las mesas se daban la vuelta; se materializaban objetos que volaban a través de las paredes; manos fantasmagóricas quedaban impresas en cera caliente, y pálidos espíritus se moldeaban un cuerpo con el pegajoso ectoplasma que chorreaba del médium. No deja de resultar irónico que estas manifestaciones espectaculares ahora no parezcan más que un reflejo del materialismo que pretendían echar por tierra. Había algo burdo en ellas, algo claramente no espiritual. Sin embargo, tal vez eran lo que se necesitaba para sacudir la fe de una era materialista.

Como el mundo teatral, con el que tiene una tradicional afinidad, el espiritismo tiene sus estrellas y sus bufones, sus actores cómicos y trágicos. Pero ni siquiera su mayor estrella, D. D. Home, podía deshacerse de la turbiedad que, por su propia naturaleza, acompaña a todos los fenómenos daimónicos. Él movía pianos con la mente estando atado a una silla, ante docenas de personas ilustres y en habitaciones bien iluminadas. Levitaba, salía flotando por una ventana y volvía a entrar por otra. Realizaba incontables hazañas como éstas cuando se le pedía. Un destacado científico, Sir William Crookes, fue enviado a desacreditarlo y en lugar de eso se convirtió, escandalizando a sus colegas: lo que Home estaba haciendo, decían, era imposible. «Yo nunca he dicho que fuera posible», respondió el desconsolado Crookes. «He dicho que era verdad.» Pero, por todos los que creían en la realidad de los poderes psíquicos, había muchos más que creían que no era más que un truco, incluso hasta el punto de no dar crédito a sus propios ojos.

Hay una línea muy fina entre la artimaña y lo genuino. Los propios dáimones son unos pícaros. Los médiums sinceros tendían más a ser víctimas de sus espíritus que charlatanes consumados. Si alguna vez ideaban un oportuno mensaje cuando los espíritus no llegaban a comunicarse, normalmente era -almas cándidas como solían ser- por un deseo de agradar. Los dáimones de los que dependen los poderes psíquicos se aburren con facilidad y dejan de funcionar bajo repetición forzosa, como descubren en sus laboratorios los investigadores de la percepción extrasensorial: sus sujetos muestran asombrosas habilidades precognitivas o psicocinéticas y entonces, a medida que avanzan las monótonas pruebas de adivinar cartas, los resultados decaen. Los dáimones no aceptan demasiado bien el rigor, la insistencia y las órdenes. Son volubles y caprichosos. Cuando nos pidan que juzguemos si un médium es auténtico o falso, debemos responder que la cuestión no es tan sencilla.

Fijémonos en el caso de los «cirujanos psíquicos» de las Filipinas. En lugar de curar a las personas a distancia como los sanadores espiritistas occidentales, o de curar simplemente posando sus manos, estos «cirujanos» parecían abrir de cuajo a sus pacientes con los dedos, derramando sangre y sacando trozos de intestino y suturando otra vez sin un solo punto. Los desacreditadores no vieron en ello más que prestidigitación, diciendo incluso que la sangre y las tripas eran falsas o procedentes de animales. Aun así, personas incurables insistían en que habían sido curadas mediante estos procedimientos tan poco prometedores.

No creo que sea posible saber a ciencia cierta qué está ocurriendo. Sanadores psíquicos de todo tipo ignoran, ellos mismos, cómo lo hacen (en cualquier caso, aseguran que es obra de Dios o de un dios o de los espíritus). Pero estamos en nuestro derecho de considerar las posibilidades que alegan los sanadores psíquicos. Debemos tener en cuenta que el chamanismo nativo tradicional o la curación por brujería, aunque relacionados con el espiritismo occidental, son bastante diferentes. Tal vez lo que realizaban los sanadores psíquicos no eran trucos, sino magia. Tal vez la sangre y las tripas se materializaban como parte de la operación, en lugar de llevarlas escondidas en la manga (de hecho, carecían de ellas). Los acontecimientos daimónicos no son nada si no resultan teatrales. Les gusta dejar fragmentos de enigmáticas pruebas que acaban por confundir aún más el asunto; les gusta ahondar el misterio más que demostrarlo. ¿Y si la «prueba» estuviera «amañada» por los sanadores? ¿No podría tratarse de la ayuda necesaria para un proceso mágico que requiere aderezos dramáticos para funcionar? Nada tiene una explicación sencilla en este universo crepuscular, y menos aún el espiritismo.

Por ejemplo, ¿con quién hablan los médiums? ¿Qué produce sus efectos paranormales? Ellos, por supuesto, dicen que están hablando con sus «guías» o «autoridades». Éstos son muy parecidos a dáimones personales (o «ángeles de la guarda»), sólo que aseguran haber vivido alguna vez en la tierra, como humanos, lo que no siempre ocurre con los dáimones personales. Estos espíritus suelen ser indios pieles rojas o médicos chinos que hablan con voces raras. Tienden a ser almas elevadas que han ascendido hacia los escalafones más altos de la vida después de la muerte y, por lo tanto, están en situación de ponernos en contacto con parientes y amigos muertos, a los que mantienen en orden. En ocasiones, ese espíritu que toma posesión del médium ocupa, en efecto, un lugar muy elevado, casi como un dios, sin conexión personal con el médium. Tampoco ayudan a entregar mensajes personales, sino que tienden a filosofar. Abedul de Plata y Águila Blanca son ejemplos de ello: ambos tuvieron numerosos seguidores durante cincuenta años o más. Es más acertado describir sus mensajes como una especie de teosofía que predica la paz y el amor, reconoce a Jesús como un gran maestro, defiende la reencarnación, etc.; todo ello indiscutible pero muy general y nada excepcional (aunque no tan banal como los credos esgrimidos por la mayoría de seguidores de la New Age). Parece ser que la filosofía está mejor en manos de los vivos.

A pesar de todo, hay excepciones, y una de ellas es el libro dictado a W. B. Yeats por su esposa en trance. Los espíritus comunicadores le explicaron que su propósito era proveerlo de símbolos para su poesía. El resultado fue Una visión, un sistema filosófico y cosmológico complejo, casi hermético. Pero incluso aquí el dictado se vio perturbado por otros espíritus a los que Yeats llamaba los «frustradores». Éstos imitaban a los comunicadores auténticos con tal éxito que Yeats a menudo se pasó meses transcribiendo mensajes, antes de reconocer que eran un galimatías, o bien de ser informado de su falsedad por el retorno de los espíritus «reales».

Un psicólogo podría aducir, como hizo Jung al principio, que un médium habla en realidad con otras partes de sí mismo, con aquellos fragmentos autónomos y escindidos del conjunto de la psique que llevan una vida relativamente independiente. En cierto sentido, éstos sabrían más que nosotros (sin los estorbos del espacio y el tiempo, podrían tener presentimientos sobre el futuro, por ejemplo). En otro sentido, serían inferiores además de superiores (poco definidos, medio en penumbra). En conjunto, como hemos visto, y como Jung llegó a comprender, este punto de vista no funcionó. Aunque es reconfortante pensar que los espíritus de algún modo nos pertenecen, pues están bien guardados en la psique y, por lo tanto, son «subjetivos», nos hemos visto obligados a reconocer que, al igual que la psique es, finalmente, objetiva e impersonal, también lo son sus manifestaciones o personificaciones daimónicas.

De hecho, se ha puesto demasiado énfasis en el espiritismo de la otra vida, el reino de los muertos. Hemos visto la tendencia de los dáimones a fundirse en el reino daimónico, y el reino del espiritismo no es una excepción. Si los muertos -espíritus, antepasados- se encuentran entre los seres feéricos, ¿acaso no podría ser cierto lo inverso? Un hombre que lo creía así fue el astrónomo francés y pionero en la investigación psíquica Camille Flammarion, que reparó en el asombroso parecido entre las llamadas manifestaciones de espíritus y las de seres feéricos:

«La mayor parte de los fenómenos observados -ruidos, movimiento de mesas, desorden, tumulto, golpes, respuestas a preguntas formuladas…- son realmente infantiles, pueriles, vulgares, a menudo ridículos y más parecidos a la presencia de niños traviesos que a serias acciones de buena fe. Es imposible no darse cuenta… O somos nosotros quienes provocamos estos fenómenos, o son los espíritus. Pero no olvidemos una cosa: esos espíritus no son necesariamente las almas de los muertos, ya que puede existir otro tipo de seres espirituales, y el espacio puede estar repleto de ellos sin que nunca lleguemos a saber nada al respecto… ¿Acaso no encontramos en la literatura antigua a demonios, ángeles, gnomos, duendes, genios, espectros, elementales, etc.? Puede que esas leyendas no carezcan de alguna base factual.»

En la época moderna, los dáimones aparecen tanto como lo han hecho siempre. Lo hacen externamente como una hueste de apariciones; e, internamente, como musas que inspiran y diablos que nos poseen y nos vuelven locos. Y, como siempre, aparecen sobre todo en sueños. La moderna psicología profunda surgió porque no se podía seguir ignorando a los dáimones, que se hacían notar en síntomas neuróticos, en obsesiones y en psicosis. Freud y sus seguidores documentaron los complejos que clamaban desde nuestro interior con voces alienígenas; Jung siguió su llamada hasta las profundidades, más allá de lo personal y más allá de lo humano, hasta el mundo de los principios psicológicos arquetípicos, en el que vio a los dioses regresar con nuevo atuendo. Freud no pudo seguirle. Temía a los dáimones del inconsciente, los demonizó y advirtió a Jung que debía erigir una fortaleza «contra la marea negra de fango» del «ocultismo». Pero Jung osó emprender su propio viaje al inconsciente colectivo, donde halló algo absolutamente distinto, algo -como veremos- inimaginable. Otras escuelas de psicología se volvieron cada vez más materialistas y reduccionistas, tratando a los dáimones como si fueran puramente psicológicos. El alma fue reducida a la mente y ésta al cerebro. Los dáimones no fueron tan demonizados como medicalizados. «Los dioses se han convertido en enfermedades», le gustaba lamentarse a Jung.»

Seguramente, los sueños son menos valorados o considerados ahora que en ningún otro momento de nuestra historia. Puesto que sostienen un espejo ante nosotros, reflejando nuestras posturas conscientes, su descuido se refleja a su vez en imágenes de debilidad o vulnerabilidad. Pesadillas de niños tullidos, el bebé al que no logramos rescatar de la inundación o el fuego, el animal muerto en la carretera… son imágenes del alma debilitada en la que moran los dáimones. O, si no, los dáimones la emprenden contra nosotros imponiendo el reconocimiento en sueños de la amenaza y la destrucción: la bruja que aparece junto a nuestra cama, el amigo que traiciona, el marido que engaña, la esposa que blande un escalpelo…

Así como es una ley psicológica -una ley del alma- que todo lo reprimido regresa bajo una forma diferente, así los dáimones infestan los credos y las disciplinas que se niegan a admitirlos. Empiezan haciendo travesuras, luego se vuelven feos y, finalmente, demoníacos. El autoritario y supermasculino cristianismo está desconcertado por visiones subversivas de la Virgen María; monjes superascéticos son atormentados por el archidaimon Eros, que se les insinúa dentro de sus celdas solitarias. Los superracionales son perseguidos por un odio demoníaco y el miedo a los dáimones; los supermaterialistas son acosados, como los victorianos, por los espíritus. Los dáimones son contrarios a los extremos; ellos son el camino medio. Como lapsus freudianos, son la piel de plátano con la que se pegan un porrazo los que pecan de orgullosos.

Sería un error imaginar que los dáimones han abandonado la naturaleza por completo. En ella aún abundan las apariciones, mientras que los amantes de la naturaleza -aun cuando no la ven (del modo en que la veían visionarios como William Blake) poblada de dáimones- siguen teniendo intuiciones de su vida autónoma, de su alma. Pero el cientificismo se ha cobrado su peaje: oficialmente, ya no pretendemos ver en el interior de Dama Natura y participar de su corazón, sino examinar, interrogar y operar en ella. Ésta, obediente, refleja nuestra actitud hacia ella, apareciendo esencialmente como impersonal, objetiva, inhumana y sin alma. Pero, en los polos de nuestras investigaciones del mundo -en la física subatómica y en la astrofísica-, los dáimones regresan como partículas diminutas, picaras y poderosas, y como enanas blancas, gigantes rojas o perversos agujeros negros. El lenguaje de los cuentos de hadas es elocuente. En el límite mismo del «universo conocido», hay cosas inconcebiblemente inmensas que se alejan de nosotros a inconcebibles velocidades. Se les llama «objetos cuasi-estelares» -quasar-, aunque no logramos ponernos de acuerdo sobre qué estamos observando. También se les podría llamar «objetos voladores no identificados».  

(Págs. 114-122) 

La idea de proyección supone que las imágenes inconscientes son lanzadas hacia delante, proyectadas sobre el mundo, donde son percibidas como algo externo. Esto ha llegado a significar que las imágenes son «meramente subjetivas» pero se ven equivocadamente como objetivas. Pero ya he subrayado que las imágenes inconscientes están fuera del ego y, por lo tanto, son objetivas por definición, incluso cuando las percibimos «dentro» de nosotros (como en los sueños). Sin embargo, la mácula de la subjetividad permanecerá mientras sostengamos que las imágenes «interiores» son proyectadas «al exterior». Me gustaría desmantelar la idea de la proyección que alimenta este dualismo engañoso.

Lee Worth Bailey, entre otros, ha afirmado que la «proyección» es una metáfora sacada del modelo de las linternas mágicas, que causaron sensación en el siglo XIX. Mientras la gente corriente quedaba estupefacta y aterrada ante los espectáculos que tendían a proyectar imágenes de fantasmas y demonios, expertos y desacreditadores se deleitaban exponiendo la «fraudulencia» de esas imágenes. Científicos como David Brewster (fallecido en 186 Es posible que tu navegador no permita visualizar esta imagen. publicaron descripciones de gran repercusión sobre cómo funcionaban las linternas mágicas y continuaron afirmando que todas las supuestas visiones y apariciones podían atribuirse a lo mismo. Brewster aseguraba que los antiguos sacerdotes empleaban artefactos similares para engañar a la gente y hacerle creer que los dioses y los dáimones existían, cuando, de hecho, no eran más que ilusiones proyectadas. Este concepto influiría en Freud, que rebajó las visiones a «nada más que proyecciones». Y, naturalmente, así como tendemos a tomar la psique como modelo para nuestras máquinas (ahora son los ordenadores), la linterna mágica no tardó en convertirse en el modelo para nuestras cabezas, desde las cuales se proyectaban imágenes subjetivas sobre un mundo de objetos sin alma. La psique quedó limitada al cráneo, y cualquiera de sus imágenes que encontrábamos fuera se convirtió en una vana ilusión que había que devolver al interior. Así, el inconsciente autónomo y formador de imágenes se redujo a una especie de proyector de cine que emitía mecánicamente imágenes visuales fraudulentas… y al infierno con las potentes y conmovedoras visiones de los pobres paseantes.

Yo sugiero, en cambio, que la idea de la proyección no se sostiene. Deberíamos replantear nuestra epistemología siguiendo los versos de un Blake, entendiendo que nuestro modo primario de percepción es imaginativo. Vemos y transformamos el mundo simultáneamente. Como ya sabían los antiguos, la luna no es solamente un planeta estéril, sino una peligrosa diosa responsable de provocar delirios o revelaciones, locura o experiencias místicas; y [...] potencialmente lo sigue siendo.

Jung se volvió  ambiguo respecto a la proyección tal y como la había entendido al principio, en buena parte como resultado de sus estudios alquímicos. A pesar de ello no pudo llegar a descartarla hasta que tuvo un sueño en una fase avanzada de su vida -en octubre de 1958- que le llevó a darle la vuelta a la idea. En ese sueño vio «dos discos con forma de lentes y con un brillo metálico, que pasaron volando a toda velocidad en un arco estrecho por encima de la casa y descendieron hacia el lago. Eran dos ovnis (…). Entonces apareció otro cuerpo que venía directamente hacia mí. Era una lente perfectamente circular, como un objetivo de telescopio. A una distancia de cuatrocientos o quinientos metros se detuvo por un instante y luego se alejó. Inmediatamente después, otro cuerpo surcó el aire a toda velocidad. Una lente con una prolongación metálica que acababa en una caja: una linterna mágica. A una distancia de sesenta o setenta metros se detuvo, suspendida en el aire, apuntando justo hacia mí. Desperté con una sensación de aturdimiento. Aún medio en sueños, este pensamiento cruzó por mi cabeza: “Siempre pensamos que los ovnis son nuestras proyecciones. Pero resulta que nosotros somos las de ellos. Yo soy proyectado por la linterna mágica como C. G. Jung. Pero ¿quién maneja el aparato?”».

El objetivo de este sueño, dice Jung, es «invertir la relación entre el ego-conciencia y el inconsciente, y representar el inconsciente como generador de la personalidad empírica». En otras palabras, desde el punto de vista del inconsciente -es decir, de la realidad daimónica-, su existencia es la real y nuestro mundo consciente es un sueño, un patrón de imágenes tal como nosotros lo concebimos… «Reflejo en el reflejo reflejado es todo lo que hay.»

Nuestro problema es que nos hemos criado con una visión literal del mundo. Exigimos que los objetos tengan una identidad o significado. Nos han educado para ver sólo con los ojos, en una visión única. Cuando lo sobrenatural irrumpe en nosotros, transformando lo profano en algo sagrado y asombroso, no estamos preparados. En lugar de centrarnos en la visión y reflexionar sobre ella -escribiendo poesía, si es necesario-, reaccionamos con temor o con pánico. En lugar de responder por un igual -es decir, asimilando a través de la imaginación la complejidad de la imagen que se nos presenta-, llamamos con voz débil a un científico para que nos tranquilice. Nos dicen que sólo estamos «viendo cosas», y así perdemos la oportunidad de acariciar ese orden de realidad diferente, daimónico, que subyace detrás del puramente literal.

[...] Por una parte, para nosotros es extraordinariamente difícil entender el literalismo porque el mundo que habitamos se rige por él: palabras como real, objetivo o verdadero significan invariable y literalmente «real», «objetivo» y «verdadero». Pero, en otro aspecto, resulta fácil entender otro tipo de realidad, o de verdad: por ejemplo, cuando vemos una obra dramática sobre el escenario o en la pantalla. Si es lo bastante buena (si es arte, podríamos decir), sentimos que estamos contemplando la revelación de alguna realidad más profunda, normalmente oculta por el barullo de nuestra prosaica existencia. Incluso si no es una gran obra, aun así -sorprendentemente- padecemos todas las emociones: suspense, alegría, pena y terror, como si el drama fuera real. Nos embarga como lo hace lo daimónico. Nos embarga porque el drama es real; no literal,   sino   imaginativamente   real.   Salimos   del   cine dando tumbos, frotándonos los ojos como si acabáramos de tener un «gran sueño» o una visión; miramos el mundo ordinario que nos rodea y que ahora aparece curiosamente irreal comparado con la obra. Casi podemos creer que realmente «estamos hechos de la misma materia que los sueños».

El problema es que nos cuesta tomar en serio esta realidad imaginativa durante mucho tiempo. La mentalidad literal se reafirma. Hasta nos convence de que tan poderosas experiencias imaginativas son solamente imaginarias, tratando la imaginación con el mismo desprecio con que trata la realidad daimónica. Pero para poetas y visionarios como William Blake, la imaginación es el modo principal, y el más importante, de percibir el mundo. [...]

Así pues, a modo de resumen inicial, yo diría que la realidad literal es sólo un tipo de realidad, derivado de una realidad suprema -aquí llamada daimónica- que es metafórica más que literal, imaginativa más que empírica. Por lo tanto, la realidad literal es, en todo caso, menos real que la realidad daimónica. Además, en relación con la historia de nuestra cultura, y también con las culturas tradicionales, la creencia en la literalidad de la realidad es la excepción más que la regla. La realidad literal es el producto del literalismo, que en realidad es una manera de ver el mundo, una perspectiva sobre el mundo, pero que insiste en que es una propiedad inherente al mundo. Insiste en que es la única realidad y, como tal, niega activamente otros tipos de realidad, sobre todo la daimónica, a la que llama irreal, ficticia e incluso engañosa.

No estoy proponiendo que tratemos de ver el mundo solamente como visionarios. Percibir todos los objetos aéreos como ángeles -ver tan sólo el sol de la hueste celeste y no el sol de la guinea de oro- conduce al manicomio. Supondría la misma mentalidad literal que ver una luz en el cielo sólo como una bola de gas caliente o un planeta estéril (o una nave espacial extraterrestre). También esto es una clase de locura, aunque establecida y considerada normal. El remedio consiste en cultivar un sentido de la metáfora que, como indica su etimología, sea la habilidad para «trasladar», para traducir una visión del mundo en los términos de otra. La cordura está en la posesión de lo que Blake llamaba la «doble visión», que le permitía, por ejemplo, ver «con mi ojo interior a un viejo canoso / con mi ojo exterior un cardo en mitad de mi camino». (Págs. 150-155)

La paranoia es el desorden mental par excellence. Ningún otro síndrome ha evitado tan absolutamente ser reducido a la psicología, es decir, que no puede explicarse recurriendo a explicaciones orgánicas. La paranoia, que literalmente significa pensamiento «fuera de la mente» -pensamiento viciado o torcido-, en general se refiere al delirio de que a uno lo están observando, siguiendo, espiando y persiguiendo enemigos ocultos. Pero, en realidad, sus delirios pueden adoptar muchas otras formas, incluido el delirio de los celos (mi esposa manda señales a otros hombres a mis espaldas), delirios de referencia (determinadas cosas me ocurren por culpa de los demás) y delirios de grandeza (yo tengo una «vocación» especial, nací superior, soy divino, sobreviviré al desastre mundial que se avecina, etc.). En todos los demás aspectos, los paranoicos son normales; si sus delirios fueran ciertos, podrían pasar por ciudadanos corrientes.

La falsedad de una creencia falsa se puede demostrar. Es enmendable. Lo mismo ocurre con una alucinación, que, como desorden perceptivo, puede falsearse en relación con el mundo percibido. Pero un delirio es incorregible. No hay razón, persuasión ni pruebas sensoriales que valgan para convencer a los paranoicos de que están delirando. Al contrario, todo lo que ocurre parece respaldar el delirio. El que lo sufre está atrapado en una sola realidad, que impone su significado a todos los demás acontecimientos. En otras palabras, la paranoia es un desorden del significado y, como tal, remite en términos junguianos al arquetipo del significado, el sí-mismo. El paranoico es alguien que se ha visto superado por el sí-mismo y sus inquietudes sobre Dios, la unidad, el espíritu, la transcendencia y la grandeza cósmica. Todo lo que hay en el mundo está cargado de un significado sobrenatural para bien y para mal. Así pues, el mismo arquetipo cuyas manifestaciones están preñadas de revelaciones puede ser responsable también de los delirios.

Por este motivo, los delirios suelen ser de naturaleza religiosa. Nada es lo que parece. El paranoico siempre ve un orden oculto (y a menudo amenazador) detrás del mundo de los fenómenos. Los humanos devienen espíritus o incluso dioses que se ocultan tras máscaras que sólo él es capaz de penetrar. Y, al fin y al cabo, una experiencia similar puede asaltarle al mejor de nosotros: bajo el influjo del amor o del odio, ¿no vislumbramos también algunas veces los rasgos de lo amado o de lo odiado en el rostro o los ademanes de completos desconocidos? Sólo que el paranoico lleva esto al extremo: ve al mismo amigo o enemigo en todo el mundo. Poco a poco ve «a través» de todos hasta que todos se convierten en la misma persona. El mundo se vuelve cada vez más pobre hasta quedar sólo su enemigo.

Es su estrechez de miras, supongo, lo que nos permite detectar a un paranoico. Podríamos creerle si culpara a su vecino de cierta persecución en particular, pongamos. Pero cuando culpa al vecino de todo y de cosas extraordinarias, empezamos a darnos cuenta de que se trata de un delirio.

Por cierto, la manía de ver un significado oculto detrás de todo a menudo se manifiesta como una manía por las relaciones de causalidad, que finalmente se convierte en un fin en sí mismo. «Nada de lo que le ocurre es azar o coincidencia; siempre hay un motivo que puede encontrarse si se busca. Todo lo desconocido puede ser rastreado hasta algo conocido. Cada objeto extraño puede ser desenmascarado y revelar algo que uno ya posee.» (Así pues, podría ser que nuestra moderna preocupación por causas y efectos tuviera cierto toque paranoico. Realmente nos disgusta y desconfiamos de lo espontáneo, de lo no causal, de lo paralelo…; en resumen, de cualquier cosa que transgreda nuestras «leyes» y parezca libre e inconsciente, como los fenómenos paranormales.)

¿Qué diferencia hay, entonces, entre delirio y revelación, entre el paranoico y el líder religioso? Sentimos que debe haber alguna distinción en el contenido de un delirio si lo comparamos con una revelación. Pero en realidad la misma mezcla de material extraño, irracional, cosmogónico e incluso blasfemo aparece por igual en los textos de cuerdos y locos (sólo hay que fijarse en la Revelación de San Juan, el último libro del Nuevo Testamento). Los contenidos típicos alientan la misión y la profecía. El paranoico afirma a menudo tener conocimiento de algún plan secreto de Dios. Él ha sido elegido para difundir la palabra y se le han encomendado especialmente ciertos hechos secretos que se verificarán en el futuro… En particular, nos avisa de que el mundo se va a acabar.

En 1954, el doctor Charles A. Langhead, médico de la universidad de Michigan, empezó  a comunicarse con una serie de entidades del espacio exterior, en gran parte a través de médiums en trance. De esta rica mezcla de ufología y espiritismo surgió una entidad fundamental llamada Ashtar, miembro de alto rango de la Federación Intergaláctica, cuyas profecías -hay que reconocer que menores y personales- se hicieron todas realidad. Es éste un truco daimónico habitual: a verdaderas revelaciones, como un conocimiento íntimo de las vidas privadas de los receptores o bien predicciones precisas -aunque triviales- de acontecimientos futuros, las siguen -cuando el receptor ya está convencido de la verdad de los mensajes-revelaciones falsas o delirios. Ashtar anunció de pronto que el mundo se acabaría el 21 de diciembre de 1954. Unas cuantas personas, incluidos el doctor Langhead y sus amigos, se salvarían gracias a unas naves espaciales. Naturalmente, se reunieron el día señalado a la espera de ser rescatados, después de avisar a la prensa. (Les dijeron, por cierto, que no llevaran metal. Recordemos la aversión de los seres feéricos por el metal.) Y se quedaron esperando…

No cabe duda de que la prensa se rió un buen rato a su costa. Pero cuando pensamos que podrían no ser tan diferentes del pequeño grupo de ridiculizados cristianos que se agruparon tras la muerte de Cristo esperando su inmediato regreso y el final del mundo, tal vez no nos riamos tanto. Una gran cantidad de cristianos siguen aguardando a que llegue el Apocalipsis cualquier día de éstos. Expectativas milenarias se suceden a lo largo de la historia, sólo que las causas cambian, adaptando su traje a las inquietudes de cada época. Durante la explosión del milenarismo a mediados del siglo XVII en Inglaterra, un amplio abanico de cultos entusiastas -ranters, shakers, muggletonianos y demás- eran de la opinión de que el pecado del mundo daría lugar al retorno de Cristo y al fin del mundo. Hoy en día (o, al menos, durante los cincuenta y los sesenta), es más probable que sea una guerra nuclear la que corra la cortina de la Creación; y los mensajeros que nos advierten de ello tienden a ser entidades extraterrestres altas y rubias en lugar de, por ejemplo, ángeles del Señor. Actualmente, la causa de moda para la condena es ecológica. Y, desde luego, el mismo tipo de entidad, ya sea «canalizada» o se aparezca directamente, nos advierte contra el abuso de la naturaleza.

La profecía, pues, no es exclusiva de los paranoicos…, a menos que digamos que todos los líderes y miembros de cultos (y, en efecto, de las religiones más importantes) son paranoicos. El delirio no puede distinguirse de la revelación en cuanto a sus contenidos se refiere. ¿Pueden diferenciarse mediante algún otro criterio? Bueno, se ha sugerido que se puede reconocer a los paranoicos porque sus ideas son dañinas y peligrosas o porque trascienden los límites de la aceptabilidad social. Pero ¿qué ideas religiosas no son potencialmente dañinas y peligrosas? ¿Y qué define la aceptabilidad social? Puede que las ideas paranoicas no sean aceptables de acuerdo con unas normas estándar, pero en cuanto las comparten algunas personas, como en los cultos que he mencionado, no pueden diagnosticarse clínicamente como paranoicas.

Existen incluso creencias que, aunque no se hayan sistematizado en una organización formal, muestran tendencias paranoicas. A menudo sostenidas ampliamente, son comparables a las creencias folclóricas. Por ejemplo, muchas personas (en su mayoría norteamericanas) creen que unos alienígenas benignos o «hermanos del espacio» nos vigilan como ángeles y guían nuestro desarrollo. Son como los «guías» del espiritismo, pero, en lugar de seres humanos muertos que están en un mundo más allá de la tumba, son alienígenas vivos que están más allá del sistema solar. Igualmente, muchos americanos creen en la versión contraria: una especie maligna de grises y pequeños alienígenas -nos los volveremos a encontrar más adelante- ha aterrizado en nuestro planeta y, después de establecer sus bases secretas, está abduciendo a seres humanos para experimentos genéticos o con fines alimentarios, con el propósito de fortalecer su propia raza. El gobierno lo sabe e intercambia tecnología avanzada con ellos.

Ésta es una variante reciente de la eterna creencia según la cual, de algún modo, «ellos» nos están observando, manipulando, amenazando…, ya se trate del Gobierno, la CIA, los alienígenas o incluso nuestros vecinos. Los «grises» que aparecen en nuestros dormitorios con malévolas intenciones han reemplazado a los «rojos debajo de la cama». Y la paranoia es recíproca: nosotros los tememos y ellos nos temen a nosotros. La mayor parte de las estructuras de poder son algo paranoicas. Temen y sospechan de todo aquello que quede fuera de su mando. Cuanto más ebrios de poder se vuelven, más recelan los líderes de cultos de la lealtad de sus discípulos. Los seguidores del cientificismo y del cristianismo fundamentalista denuncian por un igual, furibundos, el más leve fenómeno daimónico tachándolo de locura sin sentido y de obra de Satanás, respectivamente. Se sienten amenazados. En la cima de su poder, la Iglesia Católica detectó temibles alienígenas entre los suyos: las brujas, indistinguibles  de los  humanos  excepto por «marcas» ocultas, a las que había que descubrir y destruir.

Esto es lo que ocurre cuando hacemos de los dáimones algo literal: se polarizan en demoníacos o angelicales, responsables de todo lo malo o de todo lo bueno. Las teorías conspirativas prosperan porque, en cierto sentido, ha habido una conspiración contra los dáimones. Suprimidos y encubiertos, vuelven para infiltrarse en nuestros pensamientos desde abajo, confiriendo secretas intenciones diabólicas a instituciones existentes. La sensación de una conspiración omnipresente es la otra cara de la idea religiosa según la cual existe un orden subyacente, benigno y protector, debajo o detrás de las apariencias. El «ver a través» propio de los paranoicos es el aspecto negativo de la capacidad de penetración artística o religiosa. Puede que exista una profunda verdad en aquella creencia folclórica que asegura que si nosotros vemos a las hadas primero, serán benévolas, pero si nos ven ellas primero, serán malévolas y estaremos malditos.

Hay religión en la paranoia y paranoia en la religión. La sospecha de que detrás de los fenómenos yacen fuerzas oscuras es lo opuesto a la intuición de que el mundo se apoya en otra realidad, posiblemente divina. La honda atención con que el artista observa el mundo, y la contemplación de Dios por parte de los místicos, se ven ensombrecidas por la temerosa hipervigilancia del paranoico. ¿Pero quién de nosotros no se ha mostrado nunca un poco hipervigilante, rígido, receloso, amargado y egocéntrico, tal como los libros de texto describen a los paranoicos? El desenmascaramiento literal de la paranoia señala de una forma distorsionada la necesidad del alma de una comprensión profunda y visionaria.

En resumen, las raíces del delirio y la revelación son inextricables. Puede que no haya una diferenciación clara entre ellos. Toda revelación contiene elementos delirantes, y viceversa. [...] Mientras tengamos religión, tendremos revelaciones… y delirios. Y también tendremos comités de teólogos, psiquiatras, etc., según dicte la moda, para decidir dónde acaba el delirio y dónde empieza la revelación. Pero, en verdad, existen en un continuo, y los límites que los separan cambian de una persona a otra, de una época a otra y de una cultura a otra.

(Págs. 156-163) 
 

Al hablar de imaginación debemos evitar a toda costa confundirla con lo que comúnmente se entiende por ese nombre: un flujo de imágenes irreales que surcan la mente consciente. En un fragmento conocido por todos los estudiantes de crítica de la literatura inglesa, Samuel Taylor Coleridge desestima tales imágenes como mera «fantasía», que «no es más que una forma de recuerdo emancipado del orden del tiempo y el espacio». La imaginación auténtica, en cambio, se divide en dos tipos: la primaria y la secundaria.

«Sostengo que la imaginación primaria es el poder viviente y agente principal de toda percepción humana, y es una repetición en la mente finita del eterno acto de creación en el YO SOY infinito. Considero que la secundaria es un eco de la anterior, coexistente con la voluntad consciente, aunque idéntica a la primaria en su naturaleza como agente, y que se distingue sólo en el grado y en su modo de operar. Ésta disuelve, difumina y disipa con el fin de recrear…»

Con el fin de entender tan complicado argumento, merece la pena recurrir a la ayuda de otro poeta, W. H. Auden, que adopta -y adapta- como parte de su propio credo artístico la definición que da Coleridge de la imaginación. «El propósito de la Imaginación Primaria, su único propósito -dice Auden-, son los seres y acontecimientos sagrados. Lo sagrado es aquello a lo que está obligada a responder, lo profano es aquello a lo que no puede responder y, por lo tanto, no conoce… A un ser sagrado no podemos esperarlo: debemos toparnos con él… No todas las imaginaciones reconocen a los mismos seres y acontecimientos, pero cada una de ellas responde del mismo modo ante aquellos que reconoce. La impresión que todo ser sagrado ejerce sobre la imaginación es de una importancia abrumadora, aunque indefinible; una cualidad inmutable, una Identidad, como dijo Keats: yo-soy-el-que-soy, parece afirmar todo ser sagrado… La respuesta de la imaginación ante tal presencia o trascendencia es un frenesí sobrecogedor. Éste puede variar enormemente en intensidad, y sus matices abarcan desde el asombro feliz hasta un pánico horrible. Un ser sagrado puede ser atractivo o repulsivo -un cisne o un pulpo-, hermoso o feo -una bruja desdentada o un niño adorable-, bueno o malvado -una Beatriz o una Belle Dame Sans Merci-, un hecho histórico o una ficción -una persona a la que se ha conocido por el camino o una imagen surgida en un relato o un sueño-, puede ser noble o algo indigno de mencionarse en un salón, puede ser lo que le plazca, a condición (pero es una condición absoluta) de que provoque sobrecogimiento.» Por supuesto, pavor o deslumbramiento extraordinarios son el distintivo, en grado variable, de todos los encuentros daimónicos a los que me he referido. Son productos de la imaginación primaria, a la que llamaré simplemente «Imaginación». Son «sagrados».

Auden reconoce que, por supuesto, algunos seres sagrados lo son sólo para una imaginación individual: un paisaje o un edificio determinados, pongamos, o incluso un preciado juguete de la infancia. Algunos, como los reyes, sólo son sagrados para los miembros de una cultura determinada. Otros parecen serlo para todas las imaginaciones de todas las épocas, como la Luna, dice Auden, o «el Fuego, las Serpientes o esos cuatro seres tan importantes y que tan sólo pueden definirse en términos de no ser: la Oscuridad, el Silencio, la Nada, la Muerte». Tales imágenes son las que merecen la calificación de «arquetípicas». Las luces en el cielo entran en esta categoría, mientras que su distinción, digamos, en ovnis como naves estructuradas o bien en brujas depende de la cultura en la que aparezcan. Los seres sagrados también pueden combinarse con una acción para formar patrones o acontecimientos sagrados: mitos como la muerte y el renacimiento del héroe parecen ser universales.

La imaginación secundaria (a la que llamaré «imaginación», con «i» minúscula) resulta aquí menos relevante. Es la facultad que aplicamos sobre los seres sagrados de la Imaginación (Primaria), de la que, como dice Coleridge, se distingue en el grado pero no en el tipo. No es creativa -la creación es un privilegio de la Imaginación-, sino recreativa. Es activa, no pasiva; sus categorías no son sagrado/profano, sino hermoso/feo. Es decir, que valora estéticamente la experiencia primaria. Sin su actividad, nuestra pasividad frente a la Imaginación «sería la perdición de la mente; tarde o temprano -dice Auden-, sus seres sagrados la poseerían y llegaría a pensar en sí misma como sagrada, a excluir el mundo externo como profano, acabando, así, en la locura». Esto describe con acierto y en pocas palabras la progresiva desintegración psicológica de todos los paranoicos, falsos profetas y líderes sectarios [...].

El empeño de la imaginación (secundaria) en traer a la realidad a los seres sagrados constituye el arte. Aunque, en un contexto diferente, ese mismo empeño puede ser meramente psicoterapéutico. C. G. Jung empleaba una técnica para ayudar a sus pacientes que él llamaba «imaginación activa». Nunca se muestra tan específico como cabría respecto a dicha práctica, que tampoco goza de especial prestigio, puesto que su objetivo era permitir a las imágenes inconscientes -en forma de fantasías, por ejemplo- aflorar a la conciencia, donde pudieran ser observadas de forma pasiva, como un sueño en vigilia. Para ello, el paciente debía encontrarse obviamente en un estado relajado, meditativo, tal vez incluso rayano en la hipnosis. Sin embargo, no podía decirse realmente que las imágenes se hubieran vuelto conscientes hasta que habían sido investigadas, amplificadas, expandidas y finalmente asimiladas, esto es, integradas en la personalidad. Por eso, Jung recomendaba ciertas actividades semiartísticas, como escribir con detalle sobre las imágenes o pintar mandalas. Hay una clara coincidencia entre el arte y esta clase de terapias. Podríamos decir que son del mismo tipo pero de distinto grado; tal vez la imagen puramente terapéutica se funde con la obra de arte en aquel punto donde deja de tener un significado básicamente privado y personal para adquirir otro más público, impersonal y colectivo. La terapia trata de mi condición; el arte, de la condición humana.

En esta acepción de la Imaginación vemos otra formulación del inconsciente colectivo de Jung y del Anima Mundi neoplatónica. Los seres sagrados son las imágenes arquetípicas que aparecen espontáneamente. Son nuestros dioses y dáimones. La ventaja de la Imaginación como modelo de la realidad daimónica es que evita las implicaciones, si bien residuales, de la expresión «inconsciente colectivo» en el sentido de algo puramente interior, que está dentro de nosotros…, cuando, como hemos visto, también es exterior. De forma similar, el modelo «Alma del Mundo» implica lo contrario: pone énfasis en lo externo por encima de lo interno. La idea de Imaginación acerca estos dos primeros modelos entre sí. Como inconsciente colectivo, es el origen de los seres sagrados autónomos; como Alma del Mundo, sitúa a esos seres sagrados tanto en el mundo como en nuestra psique (en forma de sueños, visiones, etc.). «A los ojos del hombre de imaginación -subrayaba Blake-, la naturaleza es la imaginación en sí misma.»

[En los] supuestos errores de identificación de ovnis y lo desacertado de la «proyección», la Imaginación es la clave para entender cómo pueden los objetos cotidianos transformarse en «seres sagrados». De hecho, puede que sea éste el modus operandi habitual de la Imaginación: una joven a la que se ha visto fugazmente por la calle puede convertirse en la imagen misma de Alma, como Beatriz para Dante; el andar arrastrado de un viejo, en la imagen del Infierno; ante la mirada de Val de Peckham, un vulgar planeta se vuelve inteligente y vigilante, cobrando vida alienígena; un leño en un lago apacible se mueve de pronto y llega a ser monstruoso. El mundo entero tiembla cuando está a punto de revelar su propia alma inmanente. Lo vemos en momentos en que nuestra percepción se eleva a visión mediante la Imaginación: instantes poéticos de júbilo y arrebato, terror y pánico terrible. Lo vemos cuando, como dice Blake, las puertas de la percepción quedan libres y todo aparece como es: infinito.

La Imaginación puede actuar de forma muy corriente. Sus imágenes pueden llegar como repentinas inspiraciones, patrones, ideas, destellos de iluminación, hechos inesperados… o bien pueden llegar despacio, con los años, mientras parecemos crecer hacia una verdad determinada. Tales imágenes no son menos numinosas que las apariciones que nos salen al paso en sueños o en tramos solitarios de carretera. No es necesario que nuestras vidas estén trastornadas por extrañas entidades. No necesitamos estar cegados, como lo estaba San Pablo, por una visión de Jesús en el solitario camino a Damasco. En realidad, podría afirmarse que la conversión de San Pablo fue, en este sentido, una consecuencia de su «ceguera» anterior, de su rechazo fanático a creer en Jesús y la persecución de Sus seguidores. La Imaginación se vio empujada a utilizar una manera tan extrema y violenta de convertirle como lo había sido su negación.

Puede que sea éste el caso de todos los que ven apariciones: puede que sea su falta de imaginación lo que empuje a la Imaginación a manifestarse ante ellos con espectaculares representaciones externas. Puede que las personas a las que comúnmente se llama «psíquicas» sean las irreflexivas, no especialmente bien integradas, de modo que experimentan sus dáimones no como influencias sutiles, convicciones crecientes o intuiciones esclarecedoras, sino como personificaciones externas -espíritus, por ejemplo- que traen mensajes, hacen peticiones y predicciones y dan órdenes. De modo similar, a las personas que «ven cosas» como animales espectrales y ovnis se las supone «superimaginativas». Tal vez sea cierto lo inverso: se sabe que quienes «creen» en ovnis, etc., y ansían verlos no lo logran. Ya están imaginativamente adaptados a lo daimónico. Son las personas que no tienen ninguna relación consciente con la realidad daimónica las que suelen «ver cosas». Si a la Imaginación se le niega reconocimiento y autonomía, se ve forzada, por así decirlo, a organizar una exposición más contundente, a encarnar sus imágenes no sólo externa sino concretamente, pues un acercamiento sutil ya no hará mella en la mentalidad literal del que percibe. Quienes han capturado lo daimónico a través de la Imaginación no necesitan ser capturados por ello.

(Págs. 186-191) 
 

Puede que también nos preguntemos, y quizá por encima de todo, por qué un acontecimiento daimónico se manifiesta de forma tan concreta. Los círculos de las cosechas están ahí de tal modo que incluso nos cuesta creer que sean en absoluto daimónicos… hasta que ahondamos en busca de una causa; y entonces, ni animales, ni helicópteros, ni bromas, ni ovnis, ni torbellinos, ni energías telúricas… nada de todo eso está ahí cuando lo necesitamos. Y, sin embargo, sentimos que tienen que estar, igual que sentimos que deben estar las naves espaciales cuando encontramos «huellas de aterrizaje» después del avistamiento de un ovni, o que deben estar los Yetis cuando hallamos su rastro en la nieve. Sus rúbricas daimónicas insisten en la realidad de sus autores, pero nos damos cuenta de que la realidad es paradójica, metafórica, poética, simbólica, mítica. Es una realidad daimónica, no literal.

Ya he dicho esto antes y sin duda volveré a decirlo, aunque sólo sea porque no sé cómo expresarlo de otra manera. El literalismo presenta el mayor de los impedimentos a nuestra comprensión de las apariciones y las visiones. Esto se hace especialmente evidente cuando la aparición en cuestión es algo tan físico como un círculo de las cosechas. Pero otorgar a todo lo físico solamente una realidad literal es una locura a la que nuestra época es muy propensa. De hecho, nada físico es tan sólo literal. La Imaginación lo transfigura todo; el alma es transparente a todo; «Todo cuanto vive es sagrado». Si cultivamos la «doble visión», viendo a través de los ojos en lugar de sólo con ellos, cada objeto adquiere una inteligencia luminosa.

El literalismo conduce a la idolatría. La idolatría ha significado tradicionalmente la adoración de falsas imágenes, aunque es más bien la falsa adoración de imágenes (no existen imágenes falsas). Tratar nuestras imágenes -ideas, creencias, teorías de causalidad…- como fines en lugar de como medios, como absolutas en lugar de relativas, es petrificarse en la tendencia literal y obstaculizar el libre juego de la Imaginación, esencial para la salud del alma. Nos volvemos dogmáticos y hasta fanáticos. Nos volvemos «fundamentalistas»: cristianos que tratan los mitos bíblicos como hechos históricos e instrucciones literales; ufólogos que insisten en la existencia literal de alienígenas de otros planetas; materialistas que creen en la realidad literal única de la materia; criptozoólogos que creen que los monstruos lacustres son criaturas literales; científicos que creen en la verdad literal de sus paradigmas e hipótesis. Todas estas personas se unen en el vilipendio de lo daimónico.

Para nuestra vergüenza, los dáimones, con el fin de llamar la atención sobre su realidad, se han visto empujados a volverse fijos y físicos, como los círculos de las cosechas. Disfrazándose -parodiándolos- de hechos literales, responden a nuestra moderna petición de efectos cuantificables, al lado de los cuales todo lo demás es juzgado como ilusorio. En otras palabras, su forma de presentar su propia realidad metafórica y mítica es aparecer no como literales, sino como si fueran literales.

(Págs. 247-249) 
 

La esencia de la iniciación, tanto para los abducidos como para los chamanes, consiste en la muerte y el renacimiento. En los ritos de pubertad, el yo infantil muere para que el yo adulto pueda vivir; el chamán es desmembrado y resucitado, muriendo su antigua perspectiva corpórea y emergiendo de nuevo con una nueva perspectiva daimónica. Muchos pueblos tribales establecen «sociedades secretas» cuyo propósito es iniciar a los adultos en el misterio de la muerte y el renacimiento mediante ritos que son del mismo tipo, aunque más suaves, que las iniciaciones chamánicas. Esta era también la norma en la antigua Grecia, donde cualquier persona mínimamente digna estaba iniciada en los Misterios que tenían lugar en Eleusis. La sabiduría de Sócrates y la filosofía de su discípulo, Platón, no puede entenderse con propiedad sin tener en cuenta su iniciación en los Misterios de Eleusis. Puesto que estaba prohibido hablar de ellos, sabemos poco al respecto; pero, de manera significativa, se creía que giraban alrededor del mito de Deméter-Core-Hades: el mito clásico, en otras palabras, de muerte y renacimiento.

En su tratado De anima, Plutarco compara específicamente la iniciación a los Misterios con la experiencia de muerte. Pues el alma, en la agonía, nos dice, «tiene la misma experiencia que aquellos que están siendo iniciados en los grandes misterios». Al principio, uno vaga de aquí para allá en las tinieblas; luego se topa con horrores que causan «escalofríos, temblores, sudor y asombro», hasta que al fin «lo prende una luz maravillosa» y es recibido en «prados y regiones puras, con voces y danzas y la majestad de sonidos y formas sagradas».

Proclo nos cuenta que «en el más sagrado de los misterios, antes de que el dios aparezca, se presentan ciertos dáimones terrestres [esto es, ctónicos], hay riñas que perturban a quienes han de ser iniciados, los apartan de bienes no profanados y les hacen centrar su atención en la materia». Aquí, los dáimones nos distraen del elevado y simbólico propósito de la iniciación y dirigen de nuevo nuestra atención hacia el mundo físico o, mejor aún, literal. Está claro que estos dáimones se cuentan entre los horrores de Plutarco, pues «los dioses nos exhortan a no mirarlos, hasta que estemos fortalecidos por los poderes que confieren los misterios. Pues así lo dicen: no es apropiado que los contemples hasta que tu cuerpo no esté iniciado».

Acordémonos de que en enero de 1984 Kathie Davis regresó mediante hipnosis al momento en que comenzaron sus singulares experiencias (y su rememoración de experiencias aún más tempranas): la extraña luz que vio en su caseta de la piscina. Aquel recuerdo que empezaba a aflorar la asustó tanto que tuvieron que sacarla del estado hipnótico; había oído una voz en su cabeza diciéndole que, si recordaba algo más, moriría. Y, en efecto, explicó que sentía el cuerpo «como si fuera a morir». No dijo que iba a morir ella, sino tan sólo su cuerpo.

El hecho es que, al final, acabó recordando los acontecimientos de aquella noche y, por muy temibles que fuesen, su cuerpo no murió. Así pues, quizá podríamos pensar en su sensación de inminente muerte física como la clase de muerte asociada a la iniciación, aquella sensación pasmosa de que a uno le desmiembran y le dan la vuelta a la propia perspectiva corpórea, de que lo arrancan de la realidad literal, de este mundo y de nuestro lazo con él. Ésta puede ser una muerte más dolorosa que la física porque es la muerte de todo aquello que pensamos que somos. También es el principio de un nuevo tipo de yo, un renacimiento.

Como los iniciados a los Misterios (como los abducidos), todos los chamanes hacen hincapié  en el horror de la iniciación, incluyendo el encuentro con sus espíritus asistentes o tutelares, que pueden parecer aterradores. Pero, como advirtió un chamán australiano, podemos obtener el poder de los espíritus siempre que no nos intimiden hasta dejarnos llevar por el pánico. En otras palabras, no hay nada que indique que el miedo y el dolor sean malos o erróneos, como tienden a sugerir las ideologías y psicoterapias modernas y laicas. Los sueños están repletos de miedo y dolor. Igual que los mitos y las religiones. Sólo hay que pensar en la Crucifixión como modelo de muerte iniciática y resurrección: el heroico Dios-hombre ruega que aparten de Él el amargo cáliz. No sucede así. Lo azotan, lo coronan con espinas, lo atraviesan con clavos y con una lanza en el costado; lo cuelgan de una cruz y lo dejan morir; desciende al Infierno y, al tercer día, asciende a los cielos, donde se sienta a la derecha de Dios Padre.

En la experiencia de casi muerte del señor Cunningham (el hermano Drythelm), que estableció  el patrón para la mayoría de los subsiguientes viajes cristianos ultramundanos, recordemos que los demonios le infligían dolor y terror en el reino intermedio del Purgatorio. Aquí, la iniciación se cristianiza en forma de castigo por el pecado, mientras que el renacimiento se traduce en conversión. Algo de esta influencia cristiana -de esta influencia demonizante- persiste en los modernos mitos de abducción. El primer informe completo de una abducción por parte de los «grises», que ya nos resultan familiares, es el de la que sufrieron en septiembre de 1961 Betty y Barney Hill, mientras conducían por una carretera desierta. Las dos víctimas fueron sometidas a la habitual operación de exploración: mientras que a Barney le colocaron un artilugio con forma de copa en los genitales -que le dejó un anillo de marcas rojas-, Betty recordó (bajo hipnosis) que le habían atravesado el abdomen con una aguja. Se trata, por supuesto, de una tortura tradicional empleada por los demonios en la iconografía cristiana; la misma operación puede verse, por ejemplo, en el Kalendrier des Bergiers del siglo XV, donde aparecen demonios torturando a las almas condenadas. Así pues, los cristianos fundamentalistas, especialmente locuaces en los Estados Unidos, no carecen completamente de justificación al ver a los grises como poco más que demonios al servicio de Satanás.

Otro enfoque, esta vez laico, que se ha puesto de moda en Norteamérica es tratar a los presuntos abducidos no como a pecadores castigados por demonios, sino como a víctimas. Se determina que sufren un «desorden y estrés post-traumático», y se les contempla con independencia de toda creencia en el origen de su trauma, del mismo modo que a las víctimas de violaciones o a los supervivientes de guerras. En otras palabras, su experiencia se considera una cuestión médica y se despoja de su potencial hondo e iniciático, por no decir religioso.

(Págs. 344-347)   

En los viejos tiempos, los sueños se tenían en gran consideración. Hemos tendido a suprimirlos, a mostrarnos recelosos con ellos, a escudriñarlos en busca de signos de locura. No es extraño que lleguen con dificultad y distorsionados. Tal vez nos toque a nosotros abandonar nuestro mundo iluminado y egoísta e ir adonde están ellos, en lo oscuro, aunque haya que hacer lo imposible. Y es que soñar puede ser el único método de iniciación que nos queda: cada noche nos trae una «pequeña muerte» con que irnos aclimatando al Otro Mundo, ensayando el viaje que todas las almas deberán realizar al final.

(Pág. 351) 
 

Una búsqueda puede imaginarse como una versión extrovertida de la introversión del chamán; tal vez sean el exterior y el interior del mismo camino. A diferencia del chamán, pasivo ante los seres ultramundanos que lo desmiembran, el buscador es activo, resuelto y hasta obsesivo. Para establecer una analogía mitológica, no es tanto Orfeo, el chamán arquetípico, como Ulises, Jasón o Eneas, cuyos viajes se produjeron a través de este mundo, aunque a cada vuelta los acosaban intrusiones procedentes del otro. (En términos cristianos, la búsqueda es un peregrinaje, mientras que el viaje del chamán es la ascensión mística hacia Dios.) El peligro para el chamán es que puede adentrarse demasiado o ir poco preparado al Otro Mundo y, así, perder su alma; el peligro para el buscador es justo lo contrario: el Otro Mundo está demasiado cerca de él y amenaza con sobrepasarlo y poseerlo. Incluso cuando se aferra a la perspectiva de este mundo, que el chamán se ve obligado a abandonar, lo acribilla lo ultramundano. El canto de las sirenas lo atrae a las rocas donde naufragan las mentes. La paranoia siempre está a la vuelta de la esquina. El buscador es especialmente vulnerable a esa mezcla de ilusión y revelación que analizaba antes.

Pero quiero dar un ejemplo de búsqueda moderna, emprendida por el pionero investigador de anomalías John A. Keel. Aunque tengo que resumirla de forma considerable, de todos modos la citaré más extensamente de lo acostumbrado para proporcionar una idea del matiz que caracteriza a la búsqueda.

«Al cabo de un año de embarcarme en mi campaña a tiempo completo de investigación sobre ovnis en 1966», escribe el señor Keel, «el fenómeno se había focalizado en mí, como había hecho con el editor periodístico británico Arthur Shuttlewood y muchos otros. Al principio mi teléfono estaba como loco, con misteriosos desconocidos llamando día y noche para dejar mensajes raros “de gente del espacio”. Luego me vi catapultado al onírico y fantasioso mundo de la demonología. Fijé citas con Cadillacs negros en Long Island (Nueva York) y, cuando intentaba perseguirlos, desaparecían de manera imposible en callejones sin salida… Objetos aéreos luminosos parecían seguirme por todas partes como perros falderos. Era como si los objetos supieran adónde iba y dónde había estado. Me registraba en un motel elegido al azar y descubría que alguien había hecho una reserva en mi nombre… Me acosaban coincidencias imposibles, y algunos de mis amigos más cercanos de Nueva York (…) empezaron a informarme de experiencias extrañas propias: espíritus que aparecían en sus apartamentos, hedores a sulfuro de hidrógeno que los perseguían… Más de una vez me desperté en plena noche y me encontré con que no podía moverme y con una aparición enorme y oscura encima de mí. Durante un tiempo dudé de mi propia cordura…»

El señor Keel, en efecto, estaba cerca de volverse loco. Éste es el aspecto que adopta la realidad daimónica cuando nos aproximamos a ella de un modo demasiado racional, demasiado centrado en explicarla, demasiado de este mundo; es decir, cuando nos aproximamos a ella al estilo arquetípico de Apolo. Pero la actitud apolínea, como ya he comentado, invoca a la de su hermano Hermes, patrono de la realidad daimónica en sí. Como dios de las fronteras, los caminos y los viajeros, se hace particularmente evidente en las búsquedas; como deidad embaucadora, es especialista en provocarnos hasta lo intolerable, llevándonos más allá de todo límite racional. Le encanta hostigar a la conciencia apolínea produciendo fenómenos psíquicos que parecen pruebas de la realidad literal de lo daimónico… para luego dejarnos con las manos vacías. Caricaturiza la profecía apolínea enviándonos predicciones que al principio resultan certeras e infalibles. Entonces nos suelta la definitiva -la fecha del fin del mundo es su preferida- y ésta resulta ser falsa.

Aunque, en otro sentido, es verdad: nuestros pequeños universos se acaban para siempre cuando los engulle la avalancha ultramundana. Keels recibió gran cantidad de mensajes herméticos, no sólo de supuestas entidades ovni, sino a través de médiums en trance y «escritura automática». La asombrosa exactitud de sus predicciones lo persuadió de creer en el súbito aluvión de predicciones, procedentes de varias de estas fuentes, sobre un cataclismo que iba a destruir la ciudad de Nueva York. Huyó. El desastre no se produjo. Lo habían timado. Empezó a comprender que los mensajes de extraterrestres y espíritus no debían ser tomados más literalmente que las entidades en sí. De hecho, empezó a darse cuenta de que éstas no eran lo que afirmaban; por ejemplo, no venían de otros planetas, sino de alguna realidad de otro orden inherente a ésta. Los llamó «ultraterrestres» o «elementales». Continúa así: «Desarrollé un elaborado sistema de controles y balances para excluir a los estafadores. Personas no relacionadas entre sí y de distintos estados entraron a formar parte de mi cadena secreta hacia ese “otro mundo”. Pasé meses jugando a los traviesos juegos de los elementales, buscando inexistentes bases de ovnis, intentando hallar el modo de proteger a los testigos de los “hombres de negro”… Allá donde iba parecían estallar manifestaciones de espíritus. Era difícil juzgar si yo estaba creando esas situaciones involuntariamente o si eran del todo independientes de mi mente».

Pero éste no es un caso de «si… o…». Y no sólo es difícil juzgar, sino que es imposible. Cualquier intento de encasillar a los dáimones sólo los fortalece, al igual que Anteo extraía fuerza de su madre tierra cada vez que Hércules lo arrojaba al suelo. Si sostenemos que están «sólo dentro de la mente», entonces aparecen fuera de nosotros, apoyados por pruebas aparentemente objetivas; si sostenemos que están fuera de nosotros, aparecen como sueños, fantasías y voces en nuestras cabezas. Incluso cuando Keel los persiguió con gran determinación, creyendo en su existencia literal, le devolvieron el reflejo de esa literalidad, adoptando un aspecto literal pero a la vez evaporándose entre sus manos, tomándole el pelo y volviéndole loco hasta que empezó a vislumbrar su ambivalencia.

«Ahora, al mirar atrás, puedo ver lo que estaba ocurriendo realmente», continúa Keel. «El fenómeno me estaba introduciendo poco a poco en aspectos que nunca antes había considerado. Me condujo paso a paso desde el escepticismo a la credulidad y -aunque parezca mentira- a la incredulidad.» Se refiere, por supuesto, a la incredulidad en la existencia literal de sus torturadores. No es que no crea en ellos. Pero ha aprendido que no son como nosotros pensamos, ni como quisiéramos que fueran: fiables, espirituales, seres puros que ofrecen una sabiduría más elevada. Y, aun así, «cuando mis pensamientos se torcían y mis conceptos eran erróneos, en realidad el fenómeno me devolvía al camino correcto. Se trataba de un proceso educativo y mis maestros eran muy, muy pacientes. Otras personas que se han visto involucradas en esta situación no han tenido tanta suerte. Se instalaban en un solo marco de referencia y rápidamente los engullía el desastre».

Aquí  vemos otro aspecto de Hermes-Mercurio, no el embaucador sino el psicopompo o guía de almas. Sus ardides no sólo confunden, sino que también nos conducen a la verdad; sus mensajes no sólo inducen a error, sino que también son «mensajes de los dioses», de los que él es mensajero. Y también, recordémoslo, se encarga de los sueños, otra forma de mensaje divino que figura de forma prominente en las búsquedas.

«Proceso educativo» es una manera suave de describir la búsqueda de Keel, pero sirve. Pues la característica que mejor distingue la búsqueda de la iniciación chamánica tal vez sea el acento en el aprendizaje. En el transcurso de sus búsquedas entre islas mágicas y antagonistas sobrenaturales del tipo de los de Keel, tanto Ulises, el héroe de Homero, como Eneas, el de Virgilio, visitaron el Inframundo, donde cabe esperar que recibieran una iniciación chamánica. De hecho, fueron allí tan sólo para consultar a los muertos y aprender de ellos. Si todos los buscadores demostraran la misma voluntad de escuchar y aprender, de prestar una honda atención a los fenómenos daimónicos en lugar de combatirlos o tratar de insertarlos en un esquema racional, entonces aprenderían, como Keel, a cruzar el estrecho puente que media entre un tipo de locura y el otro.

El primero es la locura que restringe el Otro Mundo a «un solo marco de referencia», por lo que nos aisla no sólo de la realidad daimónica, sino también de nuestras propias almas, como a ideólogos dogmáticos y superracionales. La locura alternativa consiste en perder todos los marcos de referencia y quedar confinado tan sólo al Otro Mundo, como las pobres almas que pasan sus días conversando con espíritus en un manicomio. Keel adquirió la cordura de la «doble visión», la capacidad de creer y no creer. Aprendió a reconocer y nombrar a los dáimones por lo que son, en toda su ambigüedad. Si construía marcos de referencia, eran provisionales y relativos, para salvaguardar su razón sin violentar la infinita riqueza y complejidad del reino daimónico. Y, por encima de todo, aprendió que la búsqueda no conduce a una solución definitiva, a una verdad absoluta; ella misma es la verdad. El camino que emprendemos nos transforma, y nos sentimos a gusto con Hermes en el sendero que no tiene un final en este mundo, ni quizá tampoco en el siguiente.

(Págs. 356-361) 
 

Si es correcto -y lo es- leer motivos psicológicos en términos de mitología, también es posible leer mitos psicológicamente. (Una conciencia daimónica como la que posee el chamán no distinguiría entre mitología y psicología.) Así pues, a modo de ejemplo de cómo puede abordarse el Otro Mundo de una forma no hercúlea, por ejemplo, me gustaría detenerme en otro de mis mitos predilectos: el de Perseo. Resultaría demasiado extenso ofrecer una lectura completa de su historia, que, aunque no es muy larga, es muy profunda. Además, realmente no es posible ni deseable traducir un mito a términos que no sean los suyos propios. Sin embargo, algunas partes de la historia de Perseo pueden sernos de provecho a la hora de enfrentarnos a lo que es ajeno.

Su tarea es dar muerte a Medusa, una de las tres Gorgonas, y traer su cabeza. Medusa habita en un tipo particular de Inframundo, la tierra occidental de los hiperbóreos, donde vive entre las imágenes erosionadas de hombres y bestias a los que ha convertido en piedra solamente con mirarlos (es su extrema fealdad -serpientes en lugar de cabello, grandes colmillos, lengua prominente y ojos furiosos- lo que los ha petrificado). Es evidente que, aquí, el abordaje directo y literal de Hércules resultaría inapropiado. Su fuerza sólo actuaría en contra de sí mismo, pues se volvería de piedra antes de poder alzar su garrote.

Es difícil saber lo que representa Medusa en el sentido psicológico. Con ella, todo parece detenerse. Cabría suponer que, cuando estamos profundamente deprimidos, «encallados» de forma crónica o, en casos extremos, catatónicos, estamos viendo a Medusa actuar sobre nosotros. Ella yace en lo más profundo del inconsciente. Es una especie de límite, frío e inamovible, más allá del cual no podemos pasar; y, como tal, está relacionada muy de cerca con Hades, Tánatos, la muerte.

Hace falta mucha deliberación y preparación para enfrentarse a Medusa. Es algo que requiere la ayuda de más de una perspectiva y más de un dios. Sabiamente, Perseo consulta en primer lugar a Atenea, que se lo lleva a Dicterión, en Samos, donde están expuestas unas imágenes de las Gorgonas, para que así pueda distinguir a Medusa de sus dos hermanas. Así aprende, como si dijéramos, a asimilar lo que ya se conoce sobre el inconsciente y a diferenciarlo de otros contenidos que se le puedan parecer. Atenea también le enseña a no mirar a Medusa directamente, sino sólo su reflejo, y para ello le entrega un escudo extremadamente pulido. Éste puede verse como el primero de los distintos atributos o virtudes que Perseo, como buen chamán, ha de obtener. Nos damos cuenta de que la reflexión, la absorción retroactiva de experiencia e imágenes pasadas, es clave para abordar el Otro Mundo. De Hermes, Perseo obtiene una hoz diamantina. Se trata de un arma letal, pero, a diferencia del garrote de Hércules, es afilada, incisiva y no está tan conectada con la guerra, pongamos, como con la siega.

El escudo y la hoz le permitirán llevar a cabo su tarea; pero, para regresar con vida, necesita otras tres cosas: un par de sandalias aladas, como las de Hermes, para volar velozmente, una alforja donde meter la peligrosa cabeza cercenada y el negro casco de la invisibilidad que pertenece a Hades. Para conseguirlos, tiene que hacer un viaje preliminar al Inframundo, donde se encuentran las ninfas estigias que están a cargo de estos artículos. Pero, para encontrarlas a ellas, primero tiene que visitar a las tres Greas, las únicas que saben dónde pueden hallarse las ninfas estigias. Las Greas son hermanas de las Gorgonas, y Perseo, al estilo hermético, las engaña para que lo orienten. En otras palabras, una escaramuza preliminar con contenidos del inconsciente parecidos a la Gorgona, aunque menos mortales, le permite ubicarse en la perspectiva ultramundana.

Una vez ha localizado a Medusa, Perseo se acerca a ella caminando hacia atrás y sosteniendo su escudo pulido para atrapar su imagen, de modo que no tenga que mirarla directamente. Así es capaz de decapitarla con la hoz hermética. Observemos que su acercamiento es el opuesto al de Orfeo. Éste, al mirar hacia atrás a su esposa Eurídice mientras se la lleva fuera del Inframundo, reflexiona (mira hacia atrás) prematuramente, es decir, adopta una perspectiva del ego que es inapropiada para el reino del alma, que lo separa del alma, llevándosela y haciendo que la pierda (como perdió a Eurídice). Perseo, por su parte, muestra otra manera, más daimónica, de usar la reflexión en el Inframundo. En lugar de adoptar la perspectiva racional del ego «normal» de Orfeo, que capta la imagen ultramundana (inconsciente) de frente, invierte herméticamente el procedimiento… avanzando hacia atrás y reflejando hacia delante. Paradójicamente, la perspectiva del ego es guiada hacia delante por la reflexión de la imagen del alma, imagen que ve reflejada tras de sí. Para enfocar el procedimiento de otra manera, podríamos decir que la Gorgona es una imagen peligrosa cuando se la aborda literalmente (directamente, de frente), pero a la que se neutraliza cuando se la trata como imagen de una imagen. Como una negación doble, el reflejo la vuelve positiva en el sentido de que la reconoce como real pero no como literal. La imagen es peligrosa si se la toma literalmente, pero, si se la toma seriamente como una imagen, la Gorgona se vuelve vulnerable, susceptible de que le den muerte.

De pronto, del cadáver de Medusa nacen el caballo alado Pegaso y el guerrero Crisaor, engendrados ambos por el dios del mar Poseidón. Así pues, su muerte no es mera destrucción a la manera de Hércules, sino una liberación de nuevas formas de energía vital generadas por el inconsciente oceánico.

Con todo, Perseo aún debe escapar de la cólera de las dos hermanas de la Gorgona, lo que logra hacer cubriéndose con su casco de invisibilidad y echando a volar con las sandalias aladas. Estos artículos chamánicos son en realidad poderes que ha obtenido. El casco, que pertenece a Hades, significa la perspectiva de la muerte: la muerte del ego consciente y la adquisición del ego daimónico, que al estar en armonía con el reino daimónico es invisible en él. Las sandalias significan la perspectiva de Hermes, que, excepcionalmente, era capaz de volar de un lado a otro entre las alturas del Olimpo, la superficie de la Tierra y las profundidades del Inframundo, adonde se encargaba de conducir a las almas de los muertos. También es Hermes el que ayuda a Perseo a llevar la alforja mágica que contiene la cabeza de la Gorgona. Esto nos dice que, con el fin de hacer conscientes peligrosos contenidos inconscientes, debemos iniciarnos en un espacio dentro de la conciencia que tenga una afinidad estigia con la muerte y, por lo tanto, sea lo bastante fuerte para albergar esos contenidos. Una vez contenidos -asimilados-, los contenidos ya no son antagonistas; al contrario, podemos utilizar su poder como propio, al igual que Perseo utilizó la cabeza de la Gorgona para petrificar a sus enemigos. Observemos que ésta es demasiado pesada para poderla transportar sin la ayuda de Hermes.

No tengo espacio suficiente para comentar todo lo que el mito de Perseo da de sí. Pero mencionaré sólo uno o dos aspectos de sus aventuras posteriores, en especial su victoria sobre Andrómeda. Ésta se encontraba desnuda y encadenada a un acantilado como sacrificio a un monstruo marino que estaba devastando el reino de su padre. Su salvación es la parte órfica de la historia de Perseo. El monstruo marino está vinculado con Medusa -otra versión de Medusa, quizá- a través de Poseidón. Sin embargo, esta vez no es Perseo quien mira el reflejo del monstruo, sino que a éste lo distrae la imagen de Perseo reflejada en el agua, permitiéndole a él bajar volando y decapitarlo. Descubrimos así que el modo en que el inconsciente se enfrenta a nuestras imágenes -en que nos imagina- es tan importante como el modo en que nosotros lo imaginamos.

El de Perseo me recuerda al mito inuit (esquimal) sobre la Madre de las Criaturas Marinas de las que depende todo ser vivo. En época de mala pesca, es tarea del chamán de la tribu visitar a esta diosa y persuadirla de que libere a las tan necesarias criaturas. El problema es que, al estilo de Medusa, es una arpía espantosamente fea que huele a pescado y tiene el pelo hecho una maraña. Puesto que habita en lo más hondo del mar, el viaje del chamán es especialmente arriesgado: tiene que sumergirse en un estado de trance o éxtasis durante un tiempo prolongado, y siempre hay riesgo, como en cualquier incursión en el reino daimónico del inconsciente, de «ahogarse». El método que emplea para propiciar a la Madre de las Criaturas Marinas es inesperado. No hay coerción, por ejemplo, y ni hablar de arrastrarla hacia arriba, hacia la conciencia, puesto que ella es el cimiento de todo ser. En lugar de eso, el chamán simplemente ha de superar su propio temor ante el aspecto de la diosa y peinarla. He aquí, pues, otra lección sobre cómo abordar el Otro Mundo: con valor, respeto y ternura.

(Págs. 401-40) 
 

«Los griegos, según me ha contado cierto estudioso, consideraban que los mitos son las actividades de los Dáimones, y que los Dáimones dan forma a nuestros caracteres y nuestras vidas. A menudo he tenido la fantasía de que hay un mito para cada hombre y que, si lo conociéramos, nos permitiría entender todo lo que éste hizo y dijo.»

Puede que donde mejor ejemplificada quede esta observación de Yeats sea en mi último relato de viajes ultramundanos, que describe de manera gráfica el carácter intercambiable de la mitología y la psicología profundas. Nos incumbe en especial porque describe la iniciación de un hombre del siglo XX en esa visión más antigua y daimónica que, como he estado insistiendo, es esencial para la correcta comprensión de apariciones y visiones. El hombre en cuestión era científico y médico -muy instruido, por ejemplo, en la psicología más novedosa-, aunque también resultó ser el equivalente moderno y europeo de un chamán, a quien habían sucedido acontecimientos paranormales desde la infancia. Esto le había llevado a fijarse, cosa poco habitual en un científico, en la realidad daimónica (o, tal como la concebía él, la psique inconsciente) en general y en los sueños en particular.

En octubre de 1913, este chamán moderno, que por entonces contaba treinta y ocho años, estaba viajando solo cuando de pronto se apoderó de él «una visión apabullante». Vio una inundación brutal que anegaba las tierras bajas entre el mar del Norte y los Alpes, dejando tras de sí «los escombros flotantes de la civilización» y miles y miles de cuerpos ahogados. Luego, todo el mar se volvió sangre. La visión duró cerca de una hora y lo dejó aturdido, angustiado y avergonzado de su propia debilidad. Se le ocurrió que la visión podía ser profética y apuntar a algún tipo de trastorno social; pero, dado que no podía imaginarse tal cosa, llegó a la conclusión de que tendría que ver algo con él: la amenaza de una psicosis inminente. El tema apocalíptico de su visión tuvo continuidad en la primavera de 1914, cuando tuvo tres sueños en que un maremoto del ártico helaba las tierras y mataba todo lo verde. Al estallar la Primera Guerra Mundial el 1 de agosto, casi se sintió aliviado. Parecía que, después de todo, su visión no tenía que ver tanto con su propio estado como con la situación de Europa.

No obstante, era como si el destino del continente estuviera inextricablemente ligado al de su estado psíquico, como si él fuera un pararrayos para esta tormenta. Empezó a verse asediado por un flujo incesante de lo que él llamaba fantasías para referirse a imágenes espontáneas, autónomas y muy poderosas, surgidas de las profundidades del inconsciente y que se presentaban con claridad visionaria. «Me encontraba impotente ante un mundo ajeno», escribió. «Todo en él parecía diferente e incomprensible. Vivía en un estado de tensión constante (…). Cuando padecía esos asaltos del inconsciente, sentía la extraña convicción de estar obedeciendo a una voluntad más elevada». A causa de ello, decidió enfrentarse a las fantasías, examinarlas y dejar «que las voces interiores hablaran de nuevo». Pero a veces eran tan apabullantes que su temor a ser engullido por la psicosis se reavivó. Practicaba yoga para mantener las imágenes bajo control…, pero sólo hasta que estaba lo bastante calmado como para hacer frente una vez más a la salva de imágenes que brotaban de su psique, pues sencillamente era consciente del peligro de disciplinas orientales como la meditación y el yoga, que pretenden eliminar o trascender las emanaciones de la Imaginación, convirtiéndose así en un nuevo tipo de represión al negar la vida de las imágenes.

La tarea que se había impuesto requería algo más que ejercicios espirituales. También exigía una fuerza hercúlea (él la llamaba «demoníaca»). Sólo mediante un tremendo esfuerzo del ego heroico podía contener la marea sangrienta de la locura. Aparte de esta fuerza bruta de voluntad, su otra defensa era la distancia científica. «Desde el principio», escribió, «he concebido mi confrontación voluntaria con el inconsciente como un experimento científico que yo mismo estaba llevando a cabo y en cuyo resultado estaba interesado de forma vital.» Y añadió: «Hoy podría decir igualmente que se trataba de un experimento que se estaba llevando a cabo sobre mí». Como un abducido, se estaba encontrando con que la persona que consideraba que él era, con sus atributos característicamente modernos de voluntad, fortaleza, integridad del ego y objetividad, había sido apresada y amenazaba con desintegrarse. Sólo a posteriori se dio cuenta de que existen poderes daimónicos a los que está subordinado el ego consciente; poderes, además, que son contradictorios, confusos y amenazadores (al menos desde el punto de vista del ego racional). «Iba anotando fantasías que me asaltaban a menudo como sinsentidos, y ante las que oponía gran resistencia. Pues, mientras no entendamos su significado, esas fantasías son una mezcla diabólica de lo sublime y lo ridículo (…). Sólo mediante un esfuerzo extremo fui capaz finalmente de escapar del laberinto.»

Pero para descubrir el significado de sus fantasías ya no le bastaba con intentar analizarlas mientras simultáneamente se protegía. Nuestro chamán no tuvo más remedio que ceder ante ellas. «Con el fin de capturar las fantasías que me estaban empujando “bajo tierra”, sabía que tenía que lanzarme hacia ellas de cabeza, por así decirlo. Ante lo cual no sólo sentía una violenta resistencia, sino también un miedo evidente.» En concreto, temía «perder el dominio de [su] sí-mismo», convertirse en presa de las imágenes de la fantasía y volverse loco. Observemos que el viaje que planea es hacia abajo -el camino del chamán-, y no hacia arriba, como procura el místico. Él elige ir bajo tierra, donde viven los muertos, donde están los dáimones, absteniéndose de la ascensión espiritual trascendente hacia los dioses que están en las alturas.

Jung (se trata de él, por supuesto) no tuvo otra elección que abandonar el ego hercúleo, la objetividad apolínea del hombre occidental moderno… y arriesgarse a descender. Si no lo hacía, sus imágenes podrían con él. En segundo lugar, comprendió que no podía esperar de sus pacientes que realizaran el descenso necesario a las profundidades de sus propias almas si él no se había atrevido a hacer lo mismo. Y es que, como buen chamán, estaba obligado a recuperar almas perdidas o acompañarlas a la manera de un psicopompo -como Hermes- en su descenso al Inframundo; y no estaría cualificado para hacerlo sin haber realizado antes el viaje por sí mismo. De este modo, el 12 de diciembre de 1913 dio el paso decisivo. Fue, según escribió, como morir. Tal vez fuera peor, pues un psiquiatra debe de temer la locura más que la muerte.

«Estaba una vez más sentado en mi despacho, pensando en mis miedos. Entonces me dejé caer. De repente fue como si el suelo cediera literalmente bajo mis pies, y me hundí en las simas tenebrosas. No pude evitar una sensación de pánico.» Aterrizó en una masa suave y pegajosa en completa oscuridad. Sus ojos se acostumbraron pronto a la penumbra, que era más bien como un ocaso profundo. «Ante mí estaba la entrada a una cueva oscura donde aguardaba un enano de piel correosa, como si estuviera momificado. Lo pasé de largo y me escabullí por la entrada angosta, y vadeé, en un agua helada que me llegaba a la rodilla, hasta el otro extremo de la cueva, donde, sobre una roca que sobresalía, vi un cristal rojo y resplandeciente.» Levantó el cristal y vio que corría agua por el hueco que quedaba debajo. Pasó un cadáver flotando: un joven con el pelo rubio y una herida en la cabeza. «Lo siguió un escarabajo negro gigante y después un sol, rojo y recién nacido, que se elevaba surgiendo de las profundidades del agua. Deslumbrado por esa luz, quise volver a colocar la piedra sobre la abertura, pero entonces manó un líquido. Era sangre. Saltaba un grueso chorro y sentí náuseas.» La sangre brotó largo rato antes de cesar. Entonces finalizó la visión, que dejó a Jung aturdido. Enseguida se dio cuenta de que había sido testigo de «un mito heroico y solar, un drama de muerte y renovación, el renacimiento simbolizado por el escarabajo egipcio. Al final, habría seguido la aurora del nuevo día»…, pero en lugar de eso emergió la sangre. Jung recordó su anterior visión de Europa inundada de sangre y abandonó todo intento de comprender el mito (que quedaría explicado por el posterior estallido de la guerra). No menciona -aún no, al menos- lo que parece bastante obvio: después de adentrarse en la cueva de su propio inconsciente, «levanta la tapa» de la fuente de sus imágenes caóticas y de todos sus miedos. Pero no se encuentra observando una psicosis, sino la representación de un mito heroico y solar; su propio mito, de hecho. Sin embargo, éste no está teniendo lugar en un plano personal sino impersonal y colectivo. Jung ha sondeado su propia psique hasta el punto donde su mito coincide con el mito que hay detrás del hombre occidental moderno. Ya no es él mismo, sino el representante de un modelo arquetípico; y el camino que abre es aquel que todos, en mayor o menor grado, debemos seguir. Por eso estoy tratando las experiencias de Jung con tanto detalle. Esta lectura se ve confirmada por un sueño que tuvo seis días después y al que otorgó una importancia extraordinaria.

«Yo estaba con un hombre desconocido de piel morena, un salvaje, en un solitario paisaje de rocas. Era antes de la aurora; el cielo del este ya estaba brillante y las estrellas se apagaban. Entonces oí el cuerno de Sigfrido sonando por encima de las montañas y supe que teníamos que matarlo. Íbamos armados con rifles y nos tumbamos a la espera de su llegada en un camino estrecho, sobre las rocas.» En cierto sentido, esto es el preludio a la visión anterior. Sigfrido, el héroe teutónico y solar representativo del ego consciente y racional, se convertirá en el joven rubio muerto. En otro sentido, el sueño es la secuela de la visión. Aquí tenemos el inicio del brillante día que allí faltaba, pues fue reemplazado por una efusión de sangre que lo engulliría todo tanto en un nivel individual como colectivo. Ésta simboliza la muerte de la cosmovisión de Jung; es la muerte de la vieja Europa, ahogada en la sangre de la guerra. Pero también es vida, el surgir incontrolable de fuerzas vitales ctónicas manando del Inframundo. Barrido por la marea de sangre, Sigfrido no volverá a levantarse. La perspectiva literal e inquebrantable de la luz y la conciencia y el ascenso espiritual tienen que morir y dejar paso a la perspectiva metafórica y paradójica de la oscuridad, el inconsciente y el descenso al reino daimónico del alma. El sueño proseguía.

«Entonces, Sigfrido apareció en lo alto, en la cima de una montaña, con el primer rayo del sol naciente. En un carro hecho con los huesos de los muertos, bajaba a una velocidad vertiginosa por la pendiente escarpada. Al doblar una curva le disparamos y él se desplomó, muerto.» En el sueño, a Jung le embarga el espanto, el remordimiento y la insoportable culpabilidad de haber matado «algo tan grande y hermoso». Se despierta y da vueltas al sueño en su cabeza, pero es incapaz de entenderlo. Está a punto de volverse a dormir cuando oye una voz en su interior que dice: «Debes entender el sueño, y debes hacerlo enseguida… Si no entiendes el sueño, tienes que matarte». Hay una pistola en la cama. Jung empieza a tener miedo. Se pone a reflexionar más profundamente sobre el sueño y, de pronto, su significado se presenta ante él: es «el problema que se está desarrollando en el mundo. Sigfrido, pensé, representa lo que quieren lograr los alemanes: imponer su voluntad heroicamente, salirse con la suya… Yo había deseado hacer lo mismo [la cursiva es mía (de Harpur)]. Pero ahora ya no era posible. El sueño mostraba que la actitud encarnada por Sigfrido, el héroe, ya no iba conmigo»; ni con nosotros, cabría añadir. «Por eso tenía que morir.»

La voz de advertencia de lo que sin duda era el daimon personal de Jung le dijo que, si no lograba entender el sueño -la metáfora-, podía verse obligado a representarlo literalmente, a sufrir una muerte literal (suicidio) en lugar de una muerte iniciática. Al matar a Sigfrido estaba matando esa parte de sí mismo, ese tipo de ego que ya no resultaba apropiado para su vida, ni para nuestras propias vidas del siglo XXI. Se trata de un momento doloroso. Jung sintió «una compasión apabullante, como si me hubieran disparado a mí mismo: signo de mi identificación secreta con Sigfrido, así como del dolor que siente un hombre cuando se ve obligado a sacrificar (…) sus actitudes conscientes». Pero «existen cosas más elevadas que la voluntad del ego, y uno debe inclinarse ante ellas». Paradójicamente, el comienzo de una alianza con estas cosas más elevadas es una alianza con lo que hasta entonces habíamos considerado más bajo: la parte primitiva y sombría de nosotros mismos, el salvaje que inicia el asesinato.

Estos acontecimientos marcaron un punto de inflexión en la vida de Jung. En el sentido mundano, fue una inflexión hacia abajo. Se apartó de Freud y de la psicología respetable. Siguió considerándose un científico, pero su ciencia no era reconocida por los demás. Apuntaba a los hechos irreducibles de la realidad daimónica, en cuya búsqueda Jung se alió con esos otros científicos marginados históricamente: los alquimistas. Y se convirtió en un chamán, aprendiendo a controlar sus descensos voluntarios al reino daimónico, donde obtuvo ayudas daimónicas como la de Filemón, que le otorgó, para agradecimiento de sus pacientes, los dones de la curación y la sabiduría.

(Págs. 408-415) 
 

Personal Daimons

From Daimonic Reality: A Field Guide to the Otherworld 
by Patrick Harpur

 

http://deoxy.org/h_unknwn.htm 

Guardian angels derived from Neoplatonism and, along with the other classes of angels, became part of Christian dogma at the Council of Nicaea (AD 325). But, long before this, the ancient Greeks believed that individuals were attached at birth to a daimon who determined, wholly or in part, their destiny. Philemon was clearly such a daimon for Jung, who emphasized the crucial part this strange Gnostic figure played in his life and work. Plato's mentor, Socrates, had a daimon who was famous for always saying "No." It did not enter into rational discourse with Socrates; it merely warned him when he was about to do something wrong (especially something displeasing to the gods), like the prompting of conscience...

However, Plato in Timaeus identified the individual daimon with the element of pure reason in man and so it became "a sort of lofty spirit-guide, or Freudian super-ego." This may be true of certain, perhaps exceptional individuals, but is is also true—as we shall see—that daimons are as likely to represent unreason or at least to be equivocal. But meanwhile it is instructive to consider the case of Napoleon. He had a familiar spirit "which protected him. which guided him, as a daemon, and which he called his star, or which visited him in the figure of a dwarf clothed in red that warned him."

This reminds us that personal daimons favor two forms by which to manifest: the abstract light, globe, oval and (as here) shining sphere, or the personification—angelic, manikin-like or whatever. It confirms, in other words, my speculation ... that the two forms are different manifestations of each other, with (in Napoleon's case) different functions: the star guides, the dwarf warns. Both are images of the soul, which is another way of understanding the daimon.

Indeed, it seems that, next to personification, daimons prefer luminous appearances or "phasmata," as the Syrian Neoplatonist Iamblichus (d. 326) called them. He was a real expert on daimons, and ufologists could do worse than study the distinctions he makes between phasmata. For instance, while phasmata of archangels are both "terrible and mild," their images "full of supernatural light," the phasmata of daimons are "various" and "dreadful." They appear "at different times ... in a different form, and appear at one time great, but at another small, yet are still recognized to be the phasmata of daemons." As we have seen, this could equally well describe their personifications. Their "operations," interestingly, "appear to be more rapid than they are in reality" (an observation which might be borne in mind by ufologists). Their images are "obscure," presenting themselves within a "turbid fire" which is "unstable."

The first of the great Neoplatonists, Plotinus (AD 204-70), maintained that the individual daimon was "not an anthropomorphic daemon, but an inner psychological principle," viz:—the level above that on which we consciously live, and so is both within and yet transcendent... Like Jung, he takes it as read that daimons are objective phenomena and thinks to emphasize only that, paradoxically, they manifest both inwardly (dreams, inspirations, thoughts, fantasies) and outwardly or transcendently (visions and apparitions). Plotinus does not, we notice—like the early Jung—speak of daimons as primarily "inner" and as seen outwardly only in "projection." He seems to agree with the later Jung—that there is a psyche "outside the body." However, his use of the word "transcendent" also suggests that the real distinction to be made is not between inner and outer, but between personal and impersonal. There is a sense, he seems to be saying, in which daimons can be both at once.

Personal daimons are not fixed but can develop or unfold according to our own spiritual development. Jung might say: in the course of individuation, we move beyond the personal unconscious to the impersonal, collective unconscious, through the daimonic to the divine. Acording to Iamblichus, we are assigned a daimon at birth to govern and direct our lives but our task is to obtain a god in its place. 
 

Soul and Body 
A chapter from Patrick Harpur's remarkable book Daimonic Reality

Bodies 
Soul and spirit 
The Heraclean ego 
A note on Technology 
Siegfried's loss of soul

St. Paul mentions an ecstatic experience in which he was "caught up even to the third heaven", but, as he says, "whether in the body, I know not, or whether out of the body, I know not; God knoweth." And this is the dilemma confronting many otherworld journeyers.      

It is, I think, too easy to dismiss the conviction of many of them that they were physically lifted into another realm, such as an alien spacecraft. This, after all, is what it felt like; and it is a conviction shared by all members of traditional cultures - although, as we shall see, with an important difference in viewpoint. Thus, although I do not share the conviction, I want to stress that it is ancient and respectable and, I think, nearer to the truth of the matter than not to believe in any kind of otherworld journey at all. However, using the model of daimonic reality ... it is possible to make otherworld journeys intelligible, without recourse to a belief in an actual, physical experience. To do this, I will briefly consider the relationship between soul and body, beginning with a few elementary remarks about different kinds of daimonic states.      

In order to journey into the daimonic realm, the shaman goes into a trance or semi-trance in which he is either unconscious of the ordinary world or only dimly conscious of it, respectively. In other words, in the state of trance (or ecstasy) the Otherworld constitutes his only reality; in the semi-trance he retains one foot in this world, enabling him to relay his otherworld itinerary to an audience. His procedure is analogous both to that of modern mediums, who either allow spirits to possess them fully or who act as intermediaries between spirits and audience, passing messages between them; and to that of hypnotic subjects who are either fully "asleep," in which case, like the trance medium, they have no memory of what they have said or what was said through them, or only partially "asleep" - in which case they are able to describe, and remember, what they (or some part of themselves) are experiencing. It is a measure of the shaman's superior control over his journey, that he is able to remember all that befell him while in a full trance, that is, while he is dead to this world. However, all these states are more or less controlled, if only (in the medium's case) by his or her "spirit guide" or personal daimon; or in the case of the hypnotized, by the hypnotist who, like a guide, sets the agenda for the session and intervenes if the daimons grow too importunate.      

Spontaneous , involuntary and uncontrolled journeys into the Otherworld can be highly successful. They can result, for example, in mystical revelations which enhance the lives of the recipients. But they can also be highly perilous, resulting in one of two undesirable conditions which used to be called "loss of soul" and "possession by spirits". The first, analogous to what we now call neurosis, occurs when we lose touch with the Otherworld; the second, analogous to psychosis, occurs when we are too much in touch with the Otherworld, becoming overwhelmed by it. (The nature of both these conditions will become clearer in the course of this chapter).      

The use of the word "soul," as in "loss of soul", is rather different from the way I have been using the word. Hitherto, I have taken "soul" to refer to two distinct, but unrelated, images. Firstly, soul is synonymous with the daimonic realm itself, the realm of Imagination, and is really an abbreviation for the collective Anima Mundi, or World-Soul. Secondly, soul refers to whatever images the World-Soul itself uses to represent itself. Archetypally, this image is usually feminine and appears, for example, as a female daimon or goddess who, as Jung would say, "personifies the collective unconscious." Now the third use of "soul" refers to the image by which we, as individuals, are represented in the World-Soul.      

Traditional views of human nature have always allowed for (at least) two "souls" of the latter kind. In ancient Egypt, for instance, they were known as the ka and the ba; in China, hun and p'o. One of these souls inhabits the body and is the equivalent of what, faute de mieux, we call the ego. I will call it the rational ego to distinguish it from the second soul, variously called, in other cultures, the shadow-soul, ghost-soul, death-soul, image-soul and dream-soul, for which our culture has either the word "soul" or else no word, because it is not generally believed to exist. However, it does exist and can be thought of as an ego, in the sense that it confers identity and individuality. It enables us, that is - like the rational ego - to say "I." But it is an ego, not of consciousness, but of the unconscious; not a waking, but a dream ego; not a rational ego, but an irrational ego. I will call it the daimonic ego. Like the rational ego, it has a body - not a physical one but a dream-body, a "subtle" body such as daimons are imagined as having, an "astral" body as some esoteric doctrines say: in short, a daimonic body.      

The combination of rational ego and physical body is not directly analogous to the daimonic ego and daimonic body because the latter are not, strictly speaking, experienced as separate. The daimonic body immediately reflects the daimonic ego, and vice versa. It is an imaginative body, an image, as we know from dreams, when it can wear whatever clothes it wishes and can even change its shape altogether. Suddenly it can shift from a position of observing someone to becoming that person - that is, it embodies the way in which the daimonic ego shifts its point of view, looking out of the eyes of a person whom the moment before it was watching, or feeling the emotions of someone in whom it was previously inducing those emotions.      

Thus it is this daimonic ego-body, so to speak, which is the "soul" that can be "lost," the soul that, in the shaman, makes otherworld journeys. It is this which leaves the physical body in the "out-of-the-body" experiences or in fashionable "near-death experiences" when, typically, we "die" on the operating table, only to find that we are floating above our bodies, able to observe what is going on and to hear what the surgeons are saying (they are startled to have their words repeated to them later, when we recover). It is this soul, too, which can be seen by us, or others, in those cases of "bilocation" when our doppelgängers (doubles) appear mysteriously. It is this soul which, in Christian mystics, ascends towards the Godhead, sparking the debate as to whether it remains intact during mystical union (as a sense of identity) or whether it is, finally, dissolved in, or subsumed by, God.      

The daimonic and rational egos are not as separate as, for the sake of convenience, I have made them out to be. They constantly flow into each other, just as our waking lives and dream lives influence each other. The daimonic ego can at any time dispossess consciousness of its rational ego as, for instance, when we are absorbed in some imaginative activity or when we are seized by a visionary experience. Conversely, the rational ego can traduce the daimonic, carrying over into dreams and visions those "daylight" attitudes which are wholly inappropriate to the twilight world of the daimons. Naturally, the rational ego is often frightened by the irrational images it encounters there. It tries to run away or lash out - only to find that it cannot move, because such literal muscular actions have no power to move the daimonic body.      

Similarly, when we wake in the night, as abductees so often do, to find "aliens" in the room, we cannot move because our physical bodies are asleep and only the rational ego has woken. Actually, I ought to say that it is the daimonic ego which "wakes;" but since we do not recognize or understand it, we imagine that it is the rational ego - the latter is so robust, so adamant, that it imposes its rational viewpoint on the daimonic ego so that we come to believe that the nocturnal events are literally occurring. The fact that we seem to wake in our bedrooms is a metaphor for this literalizing activity of the rational ego; for, in fact, we wake up in the daimonic realm on which the image of our familiar, daylight, "rational" bedroom has been imposed. When the aliens, intruding into this image from the daimonic side, "float" our bodies up into their "spacecraft," this is not only the daimonic body leaving the physical body, but also the daimonic ego leaving the image of the literal bedroom and entering daimonic space proper, where it is increasingly pressurized to give up its rational, literalizing standpoint. But this, precisely, is initiation: the threatening and, finally, dismantling of the rational standpoint by the alien daimonic world in order to instate its own, daimonic ego.      

It should now become apparent that the division I have made between the two kinds of ego is only a manner of speaking. In reality, there is only a single ego, but with two perspectives: the waking, conscious, rational, literalizing ego is simply another aspect of the dreaming, unconscious, irrational, daimonic ego, as if they were two sides of a single coin. But the shape-shifting daimonic ego can assume any number of different perspectives, all more or less daimonic, all members of the same family as it were, like the heroes of Greek mythology. Only the rational ego promotes its own single, literalistic perspective as the only perspective, while simultaneously denying - demonizing - all others.

Bodies

One of the things a study of otherworld journeys teaches us is that we cannot imagine life without a body. We cannot exist as bare discarnate egos, even in the "life to come." "It is sown a natural body;" wrote St. Paul, "it is raised a spiritual body." And we cannot help but envisage this spiritual body as something like the "subtle" - the daimonic - body which can separate from, and survive the physical.      

Paul was writing, of course, long before the Church Council of 869, which officially decided that we humans are divided into two parts - a body and a spirit (thus losing the category of "soul"). He still conceived of life, including spiritual life, as bodily; and the word he uses for "body,"whether "natural" or "spiritual," is soma. He contrasts this in his Epistles with another kind of body, for which he uses another Greek word, sarx. Sometimes translated as "flesh" (as in "the sins of the flesh"), sarx referred exclusively to the evil possibilities of bodily life. Soma, on the other hand, referred to all the possibilities of bodily life, good or evil. The key point here is that neither word referred exclusively to the physical body. Rather, soma referred to all perspectives on bodily life, of which the physical was only one; sarx referred soley to the literal perspective that would reduce all bodily life to the physical, to mere flesh.      

In my scheme of things, the daimonic body (soma) is no more separate from the physical body (sarx) than their two kinds of ego - they are simply two different perspectives. And this confronts us with a disconcerting idea: that our physical bodies are not necessarily literal... The sense that our bodies are literally real is a construct of the rational ego which, while it does not identify itself with the body (it sees the body as its vehicle), nevertheless allies itself so closely with the body as to impose its perspective on the body. It makes our physical reality the only reality - makes of our physical reality a literal reality. This leads to the erroneous belief that, with physical death, we cease to exist. But our physical death releases the daimonic body. Moreover, if we undergo initiatory death, which destroys the rational ego's literal perspective, the physical body is deliteralized, freed from its single perspective, released from sarx, as it were. It becomes, in fact, daimonic. If this is the case, we might expect the physical body, now daimonized, to be able to contravene what we call physical laws.      

It can, of course. We think immediately of fakirs who can bury themselves for days at a time in the earth, or of Zen Buddhist monks who are able, like Jesus, to walk on water. The spiritual training necessary for such feats has fallen into desuetude in our culture, but in monastic times they were common enough for men like St. John of the Cross to warn of the danger of confusing them with sanctity. A famous example of daimonic activity in a physical body (it was even suspected of being demonic, the work of the Devil) was repeated levitations of St. Teresa of Avila. She experienced "raptures," not unlike the shaman's celestial journey, in which "...the Lord catches up the soul ... and carries it right out of itself ... and begins to show it features of the Kingdom He has prepared for it." The raptures were sometimes so violent that she not only felt her soul being swept up by God, but was also lifted bodily off the ground so that her sisters had to hold her down. (This is not all that exceptional - more than 100 Catholic saints were said to have levitated.)      

We might say that, unlike the abductees whose rational egos were floated up in their daimonic bodies, St. Teresa's daimonic ego remained in the physical body, which was sufficiently deliteralized as to simulate the celestial ascent of its daimonic counterpart. She was aware, however, that her levitations were not in good taste - she would shout, "Put me down, God!" - nor a sign of spiritual advencement (we remember that the well-known psychic, but otherwise ordinary man, D.D. Home, could float into the air at will). It is as if she knew that her celestial ascent should really - like the shaman's - be taking place less ostentatiously, in the daimonic body alone and without any accompanying physical flights. It was as if, in other words, she had an inkling of the literalizing influence of Christian dogma which, by polarizing man into either a spirit or a body, abolished the daimonic "both-and" perspective and so literalized spiritual ascent as physical "flight." (Analogously, Christian dogma literalizes spiritual rebirth as a "resurrection of the body.")      

Christian or post-Christian cultures can only view the physical body in a literal way. For example, the UFO's light-beam paralyses its victims before they are snatched into the Otherworld. Because the experience seems "real" to these abductees, they assume that it must be literal - and therefore that their physical bodies have been taken into "spacecraft." Non-Christian, traditional cultures also seem to view the physical body in a literal way. For instance, as Lady Wilde writes, describing fairy abductions among the Irish: "The evil influence of the fairy glance [like the UFO's light-beam] does not kill, but it throws the object into a death-like trance, in which the real body is carried off to some fairy mansion, while a log of wood, or some ugly deformed creature is left in its place, clothed with the shadow of the stolen form..." But what on the surface seems like literalism on the part of fairy lore - the "real body" is taken - is actually the reverse: the physical body is imagined in the first instance as daimonic. The "real body" is the daimonic body which, once taken to the Otherworld, leaves behind (as Lady Gregory puts it) "a body in its likeness or the likeness of a body." This expression attempts to describe the physical body when it is deprived of its daimonic ego-body - when it has "lost its soul." It becomes inanimate like a block of wood; an empty, ugly husk, barely recognizable as the "stolen" person. This, metaphorically, is how the physical body appears when, deprived of its daimonic counterpart, it becomes only physical - becomes literal.      

 The belief that the body left behind is actually a replacement (i.e. that an exchange has been made) expresses the reluctance on the part of traditional cultures to separate body and soul. They implicitly recognize that the physical and daimonic bodies are only two aspects of, two perspectives on, the same thing, as if the body were only the physical manifestation of soul, and soul the spiritual manifestation of body. They recognize, that is, that we humans are simultaneously quasi-physical, quasi-spiritual. We, too, are daimonic.

Soul and spirit

I have said that ego-consciousness has many perspectives, all of them more or less daimonic, except one - the rational and, above all, literalizing ego. But they can only be regarded as daimonic in relation to the rational ego. In relation to daimonic reality itself - to Anima Mundi and its personification anima, soul - they are not daimonic. To put it another way, the daimonic ego is a soul in relation to rational ego, but in relation to soul (world-soul, anima) it is spirit.      

From time to time I have made a distinction between soul and spirit about which I ought now to be more explicit, since soul and spirit reflect a fundamental tension in human life. For example, the drive towards integration, individuality and unity is essentially a spiritual drive, as monotheism in general (and Christianity in particular) is a spiritual religion. Soul, on the other hand, emphasizes disintegration, collectivity and multiplicity. What we often call "major" religions are usually spiritual religions which barely recognize religions of the soul as religions at all - they are called animism or polytheism - because they have no single, "major," transcendent, divine principle, but rather stress the equality of many "minor" immanent daimonic images. As a kind of short-hand guide to spirit and soul, therefore, it may be helpful to draw up two lists of analogous concepts, attributes and images which have been enduringly associated with them.

Thus, Spirit: God, monotheism, unity, the One, ego; Heaven, transcendence, above, heights, ascent, "superior;" masculine, consciousness, rationality, light, fire, sun.

Soul: daimons, polytheism, multiplicity, the Many, anima; Earth, immanence, below, depths, descent, "inferior;" feminine, the unconscious, imagination, dark, water, moon.      

Spirit and soul, it must be remembered, are not like two substances. They are symbols, like yang and yin, representing two slants on life, two perspectives. It is as though spirit were a white light diffracted into many colors by soul's prism, or as though soul's colors were concentrated into one white light by the prism of spirit. From the perspective of soul, spirit is many perspectives - all contained within soul itself and yet always trying to break free and impose one or other of its perspectives on soul as it were from outside. From spirit's point of view, soul is one perspective - outside spirit and yet always somehow attached to it, entangling it, distracting spirit's rationalism with emotions, contradicting spirit's abstract concepts with concrete images, as it were from within.      

Spirit and soul are reflections of each other. Thus my lists of their attributes are not meant to be seen as oppositional - opposition is only one way in which the tension between spirit and soul can be viewed. Other ways are best expressed in the way the personifications of myth relate to each other: as sons to mothers, or husbands to wives; as antagonists or companions, enemies or lovers, and so on. For, as soon as spirit defines soul in one way, we find that this way of defining is already defined by soul according to whatever pairing spirit is in. Soul and spirit predetermine each other's perspective, defining each other simultaneously (except that "define" is spirit's word, not soul's). We cannot imagine outside these pairings, cannot stand outside these reciprocal perspectives - we can only view one from the other. (Spirit's attempt to stand outside its pairings with soul, and its belief that it has done so, is precisely the rational ego, as I will shortly show.)      

An example of the interaction between soul and spirit is the interpretation of myths. As products of Imagination, myths are the archetypal stories of soul. But modern mythographers (anthropologists and the like) come at them with scientific explainations and definitions. This is spirit at work. It wishes to find single underlying principles or unifying theories. But soul resists this process (there are always myths which escape the net of any one theory). It - I should perhaps say "she" - wants to be reflected, but not by any one concept or theory. She recognizes the defining perspectives of spirit, but agrees to none, as if she were the sum total of all the theories that could be held about her. There is no end to theorizing which - it dawns on us - is only mythologizing in another garb, another set of stories. Concepts, speculations, theories are continuous with the images, legends, myths they set out to explain. Even while they strike objective postures, as if they would stand out side myth, they are unwittingly determined by myth's own imaginative categories. Like Helen of Troy - always a cause of strife - soul looks on with amusement and despair as theories compete acrimoniously for the right to be the only theory, the "true" story.      

And it is not only within "disciplines" - a real spirit word - that strife erupts. It also breaks out between disciplines, as long as each lays exclusive claim to the truth. Like the religious schisms of old, new schools of thought break away from the old and even form new disciplines, such as anthropology, psychology, sociology and so on, which were almost unheard of 100 years ago. But the proliferation of disciplines is only the expression of further spirit perspectives, further attempts to imagine unimaginable Imagination.      

This book, incidentally, is no exception. As a work of spirit, it has tried to elucidate soul, which I have been calling daimonic reality. But this is only one perspective on soul. It has also tried to draw attention to other perspectives - the collective unconscious, Anima Mundi, Imagination and the Otherworld. Each of these seeks to approach soul from a slightly different angle (the term - or symbol - "soul" is itself only another metaphor). The common ground of these perspectives is that they are not imagined in an Apollonic, "scientific" spirit, which claims finally to define and explain soul; rather, they are imagined in a Hermetic spirit which allows soul in large measure to define itself. Thus, although they are unifying concepts, as spirit demands, they also take account of the many images which compose them.      

 By the modern criteria of "serious" scientific academic disciplines, this book can only apear inconsistent and unsystematic. It fails to classify and explain. But rigorous classification and explaination, admirable in themselves, will always tend to do violence to daimonic reality, either by forcing it into the straightjacket of a single perspective or, worse, by denying it altogether (scientism) or demonizing it (official Christendom). To force daimonic reality into a single perspective is to make soul an imitation of spirit. And this tells us more about ourselves and our own spirit-oriented culture than it does about daimonic reality. If "perspective" primarily means "seeing through," then this book also aims to see through itself, aware that its perspective is also partial and incomplete. It would rather fail to describe reality, which is by nature daimonic, mysterious and indescribable, than succeed in describing a false reality.      

We are now in a better position to understand the sadness that sometimes hangs about the daimons, for instance in Irish myths and their elaboration in the early poems of W.B. Yeats. It is as if the daimons sorrowed for the sorrow of men, which they cannot know. Ruled only by shadowy Necessity, they run the course of their lives in endless cycles, dying only to live and die again. There's a touch of ennui about the daimons. What they sorrow for, even hunger for, is that spirit whereby they may be discriminated, defined, made concrete; for, without spirit, soul can know "neither truth, nor law, nor cause." By means of spirit soul knows itself.      

At its best, a spiritual perspective regards the daimons, not as literal, but as if they were literal, just as traditional cultures recount their myths as if they were history. The daimons themselves insist on this as-if literalness, as we have seen from their traces, such as UFO landing marks and crop circles. Reciprocally, spirit needs soul whose many daimons not only subvert, but also soften with their beauty, spirit's drive towards absolute unitary truth. As the hero searches for his princess, so spirit seeks to make connections with soul, perhaps through the diverse images of Art and Nature. Spirit needs soul to make the world personal, palliating its remote God with a personal Christ, human saints and a human Virgin Mary. The dismembering of the shaman is the disintegrating of the ego, ruled by one of spirit's perspectives, into many perspectives; the forging of the "new body" is the construction of a new daimonic ego-body which can take on any of spirit's perspectives at will, moving freely through the Otherworld of soul.      

We are daimonic - but we are not daimons. Like animals, daimons are sufficient unto themselves. We are both farther from divinity than they, and nearer, because the tension in us between spirit and soul engenders that of self-reflection, that capacity for self-transformation, which they cannot know alone. Yet, through us, they can - and wish to - know; for our self-reflection is a reflection of them, their transformation our self-transformation.

The Heraclean ego

Every perspective of spirit which seeks to stand outside soul in the form of an ego can be represented by a god or goddess, but, above all - as we have seen - by a mythological hero. Each hero has a different style of approaching the Otherworld; each is paired - that is, both determining and determined by - a different aspect of soul, anima, like mutually reflecting mirrors. Aeneas has his Dido, for example, Odysseus his Circe, Calypso and Penelope; Orpheus his Eurydice, Perseus his Andromeda, and so on. Thus we may ask: is there a hero analogous to that special, singular perspective of spirit I have called the rational ego? The answer is yes, and his name is Heracles (Hercules) who, above all, represents the pattern of heroic ego that predominates in modern Western culture.      

What is Heracles' attitude toward soul, to daimonic reality, to the Underworld? It is eccentric, to say the least. He visits the Underworld of Hades in the course of his twelfth (and last) labour - which is to capture the guardian of Hades itself, Cerberos, the three-headed dog. Where other heroes go to be initiated or instructed, Heracles goes solely to take. Club in hand, he bludgeons his way in, intimidating Charon to carry him across the river Styx. The shades of the dead flee from him in terror, just as daimons run from our own hard-nosed rationalism. Throughout his visit, he treats the shades (the images, the daimons) as literal. Confronted by the shade of Meleager, he aims an arrow at him and has to be told that there is nothing to fear. Faced with the shade of Medusa the Gorgon, he draws his sword, before Hermes (who has of course accompanied him down) reassures him that she is only a phantom. Here, Heracles commits two crass errors: he not only mistakes the image of the Gorgon for the real Gorgon, but he also thinks that the real Gorgon can be vanquished head-on - in fact, brute force is useless against her because she turns all who look on her face to stone. (We shall be meeting the Gorgon again). And so it goes on: Heracles muscles his way through the Underworld, wrestling Hades' herdsmen, slaughtering their cattle in order to feed the shades with blood - as if to literalize them back into life - and, finally, choking and chaining Cerberos before dragging him up into the daylight land of the living. In short, Heracles behaves just as the waking rational ego behaves in dreams, when it usurps the imaginative perspective of the daimonic ego. He seems, in fact, incapable of imagining. Rather than die metaphorically, as initiation demands, he kills literally, even attacking death itself (he wounds Hades in the shoulder). He embodies that myth within mythology itself which denies myth, just as our rational egos, grounded in soul, deny soul.      

Because of the difficulty and danger of his last labour, the capture of Cerberos, Heracles asked if he might partake of the Eleusinian Mysteries before undertaking it. This, of course, would have initiated him into the secrets of death and rebirth, enabling his smooth passage into the Underworld. But he was either refused permission or, as other variants of the myth claim, permitted only to partake of the Lesser Mysteries (which were especially founded on his account). This lack of initiation implies exactly what I have been maintaining - that our rational egos remain uninitiated and thus ignorant of, and inimical to, the nature of daimonic reality. The consequence of this is dire: Heracles, alone of all the heroes, goes mad (and kills his sons). "The initiation of the heroic ego ... is not only a "psychological problem" ... It is cultural, and it is vast and crucial. The culture hero Heracles, as well as all our mini-herculean egos mimetic to that Man-God, is a killer among images. The image makes it mad, or rather evokes its madness, because heroic sanity insists on a reality it can grapple with ... or bash with a club. Real equals corporeal. So it attacks the image, driving death from his throne, as if recognition of the image implies death for the ego. (For "image," we can, of course, read "daimon.")      

Too much of our recent history has been soul-slaughter, imagining the past as merely primitive and, muscle-bound with technology, bulldozing the sacred places, hunting the daimonic animals with high-velocity rifles, dispatching the jets to shoot down the UFOs, violating the moon-goddess with phallic rockets, and so on. Having severed all connection with the gods and daimons, we reckon we are getting away with it. But we aren't. The victory over the daimons is hollow; we simply make a hell of our world. And, as we drive out the daimons before us, they creep back in from behind, from within. We compel them to seize and possess and madden us. If we want to know our own fate, we would do well, perhaps, to look at the fate of Heracles. He neglected his wife, his soul, who, in order to rekindle his attention, sent him a shirt soaked in what she had been told was a love potion. But the potion was a poison that coursed over his body, corroding his too-solid flesh. The more he tore at the shirt, the more he tore himself to pieces. He was glad to find death on a burning pyre. (His wife killed herself out of remorse.)      

This is a warning of what happens to spirit when it becomes divorced from its soul pairing, when it ceases to find its reflection in soul - and loses it. It becomes the solitary heroic rational ego which deludes itself into believing that there is no soul. It creates a correspondingly delusional world for itself which, deprived of its connection with a personal and personified counterpart, opens on to the soul's depths, as abysmal as deep space and as impersonal as the subatomic realm.

A note on Technology

Although there are many spirits, and many kinds of spirit, more and more the notion of "spirit" has come to be carried by the Apollonic archetype, the sublimations of higher and abstract disciplines, the intellectual mind, refinements, and purifications.      

If, then, the Apollonic archetype represents the spirit of the age, and especially of science, the Heraclean archetype might be described as its instrument and will - its strong right arm - and hence the archetype of technology. Under the aegis of Apollo, we see the literalization of spirit's metaphors: upwards and onwards are science's watchwords; the "ascent of man;" Progress. In this respect, science is a secular version of the medieval mystic's ascent to "God who is on high" - which, in turn, is a spiritualized Christian version of the shaman"s 'celestial journey." (The latter, however, was preceded or at least balanced, we remember, by a corresponding descent to the subterranean, daimonic realm.) It is not therefore too far-fetched, I think, to see the invention of flight - often called an "age-old dream" - as a literalization of the shaman's journey, under the aegis of the Heraclean ego. We not only build aircraft, literalizing spiritual flight into physical, "muscular" flight, we also strive to fly higher and faster, finally initiating space programs whose first objective is to discredit the moon. She is no goddess, says Heracles; she has no power to madden or enchant - she's just dust.      

Modern disquiet at the ascendancy of scientism has been signalled by a "return to Earth," notably in ecological movements which seek to combat scientism's detachment from (and hence oppression of) Nature. But these movements stand little chance of permanent success if they cast themselves in the same mould as scientism, advancing solutions from the same literal perspective as caused the problems. They must embrace a change in perspective, a change of heart, so that they re-imagine Earth as the embodiment of a world-soul. the violation of which is also a violation of their own souls.      

However, I do not want to strike a facile anti-technological pose. I have named Heracles as the archetypal background to technology, but really I ought to say that his perspective entails the abuse of technology. The archetypal figure behind technology proper, and its correct use, is Daedalus, who invented the potter's wheel, the compass and the saw. He also built a machine resembling a cow in which Pasiphae could be hidden and so receive the sexual favors of Poseidon in the form of a bull. Thus technology, too, can mediate between humans and the gods! The offspring of this union was the Minotaur, half man and half bull(-god) - a daimonic creature, in other words. Daedalus built an intricate maze, the famous labyrinth, to house the Minotaur. The labyrinth is an image of soul. It is both an imaginative and technical structure, built like a shrine to accommodate a daimon. In addition, Pasiphae's husband, King Minos, was also said to have hidden there. Since Minos was appointed by Hades to judge the dead, we also see in the labyrinth a recognition of the soul's connection with death. Thus technology can embody soul and not necessarily oppose it.      

We should not be surprised therefore of Daedalus expresses the right attitude to technology, as evidenced by his famous escape from Crete. He invented flight, fabricating the first pair of wings - and so becoming the first person to literalize the shaman's celestial journey. However, it was his son, Icarus, who abused the technology by flying too high on his wings towards the Apollonic sun. This is the hubris of technology which transcends its own limits - with the result we are all familiar with: the wax which held Icarus' wings together melted and he plunged to his death in the sea. Daedalus, on the other hand, using his new technology moderately, flew safely to Cumae, near Naples, where he dedicated his wings to Apollo and built him a temple, as if recognizing that the god was the scientific inspiration behind his technical innovation.

Siegfried's loss of soul

I ought here to touch on another myth whose hero, though very different from Heracles, has some telling characteristics in common. It is the Germanic myth of Siegfried, "the great hero of German people." I do not relish "translating" such myths into languages other than their own; but I want to show that the Siegfried myth may well be as important as the Heraclean in understanding the modern rational ego. Specifically, the myth of Siegfried seems to provide much of the archetypal background for that singular perspective of spirit we might call the northern Protestant ego, from which the rational ego in large measure derives. (It is worth remembering here that it was the Mediterranean, Catholic form of Christianity which tended to Christianize the daimons - ... - while its Puritan, iconoclastic form, separated out at the Reformation as northern Protestantism, tended to demonize them.)      

 It may seem eccentric to cite a pagan myth as underlying a Christian development; but we will remember how thinly Christianity sometimes veils paganism, especially when we consider the dramatic resurgence of Germanic myth (notably Siegfried's) under Hitler's regime. At any rate, Siegfried and the northern Protestant ego share an important feature: they both suffer from loss of soul.... The best-known version of the Siegfried myth is Wagner's operatic treatment of it in the Ring cycle. However, the version to which I will refer is the Norse one, where Siegfried is known as Sigurd, and Brunhilde as Brynhild.      

The parts of the plot which concern us are briefly as follows: Sigurd's first major heroic task is to kill the dragon Fafnir. He bathes in the dragon's blood and thereby becomes invulnerable, except for a small spot on his back. To be invulnerable is a dubious distinction; it implies that one is armored, intransigent, unwilling to let anything through. Here is the beginning of a spirit perspective rigidifying into a single-minded rational ego. Its soul counterpart in this case is personified by Brynhild. But she is not the usual princess; she is a Valkyr, one of Odin's warrior-maidens, cast out of the Otherworld for disobedience. There is no one like her in Greek mythology, except perhaps the Amazons, or else great Artemis, the cold huntress and moon-goddess. As a pair, Sigurd and Brynhild, ego and soul, both determine and reflect each other - and, splendid as they are, they are also hard and ruthless and martial.      

Sigurd finds Brynhild on a mountain peak, in a tower surrounded by a wall of flame which only he can breach on his magical horse (reminiscent of the shaman's "spirit horse"). They fall in love. He then leaves her in order to perform more deeds of derring-do, so that he can be worthy of her hand in marriage. Actually he at once falls in with a king called Gunnar, to whom he becomes a blood-brother. In other words, they become different aspects of the same person. Gunnar is like the rational ego, which splits off from spirit and denies its connection with soul; or, vice versa, loss of connection with soul causes the rational ego to split off from spirit. At any rate, that the connection is lost is represented by the fact that Sigurd forgets all about Brynhild. It does not much matter that the cause of this untoward forgetfulness is attributed to an enchantment laid on Sigurd by Gunnar's mother, in order that Sigurd will fall in love with Gudrun, her daughter (and Gunnar's sister). The enchantment is like that waking daylight consciousness which banishes the dream images and returns us to this mundane world. Thus Sigurd forgets his true soul, Brynhild, in her otherworldly tower and marries Gudrun, the charming but shallow hausfrau.      

Meanwhile, Gunnar has heard of Brynhild and determines to win her. Sigurd offers to help. But, arriving at the flame-encircled tower, Gunnar cannot traverse the fire, even when Sigurd lends him the magical horse. However, remembering one of his mother's spells, Gunnar decides to change shape with Sigurd. In other words, the rational ego imposes its perspective on the daimonic ego. Thus, in the guise of Gunnar - that is, identified entirely now with the rational ego - Sigurd breaches the wall of fire for the second time and wins Brynhild, who reckons herself (correctly) forgotten by Sigurd. She does not see Sigurd resuming his own appearance, nor does she know of his marriage to Gudrun until the latter informs her. Then her cold and mirthless attitude, so alien to the worldly household, grows more icy, remote and incomprehensible to Gunnar and Gudrun.      

As soon as he sees Brynhild at her wedding feast, Sigurd remembers everything - but can say nothing for the sake of Gunnar, his blood-brother, and Gudrun, his wife. It is only when, after a year, Brynhild discovers from Gudrun that it was Sigurd, not Gunnar, who won her, that she confronts Sigurd, enabling him to explain what happened, that he was enchanted, etc. Brynhild begs him to leave with her at once so that they may live together as originally planned. But Sigurd will still not betray Gunnar and Gudrun.      

Here, Sigurd gives up his second chance to become re-connected to the Otherworld of the Valkyr, as if he had become too contaminated with this world. What he had lost the first time through forgetfulness, he now willfully denies. It is precisely this willful denial of soul and of daimonic reality which is the hallmark of the rational ego and its close kin, the iconoclastic northern Protestant ego (which also, like Sigurd, emphasizes the priority of the ethical perspective over the erotic). And so the previous, temporary identification of Sigurd with Gunnar, of spirit with rational ego, is now made permanent. Sigurd can only merge with Gunnar or leave the stage. And so he does: the spurred Brynhild vengefully tells Gunnar that Sigurd really loves her and wishes him, Gunnar, dead (which is, from soul's point of view, no more than the truth). Whereupon Gunnar, to whom Sirgurd has confided the place of his vulnerability, persuades his younger brother to kill Sigurd with a sword-thrust between the shoulder blades. Arrayed as if for a marriage feast, Brynhild takes her own life. Gunnar, as rational ego, is left in charge of a world devoid of both soul and of any other heroic perspective.

The Otherworld as the Unknown

From Daimonic Reality: A Field Guide to the Otherworld by Patrick Harpur

Es posible que tu navegador no permita visualizar esta imagen. The Otherworld is always imagined as beginning at the edge of our known world. It can be the wilderness outside the city walls or the unexplored regions at the edge of maps labelled 'Here be dragons'. It can begin at the brink of the ocean—or at the garden gate. As the boundaries of the Unknown are pushed back, the world largely mapped, the Otherworld is located in outer space. Early aliens claimed to come from Venus, Mars or the Moon; later, when these planets seemed more local, less remote, they claimed to come from distant star systems such as Zeta Reticuli or the Pleiades.

Religion sets the boundary of the Unknown at the limits of human life. In traditional cultures, the other world beyond life, after death, is immanent—another reality contained within this one. In Christianity, it is transcendent, a separate reality removed from Earth. Scientism recognizes no Otherworld, but ... daimonic reality has a way of subverting it. Thus scientism constructs its own literal versions of a transcendent and immanent Otherworld. The former appears in the weird models of the universe articulated by astronomers and cosmologists; the latter appears in the speculations of nuclear physicists.

It is worth lingering a moment over the Otherworld of the nuclear physicists, if only because their discipline is widely held to be the doyen of sciences. They, above all, seek to establish the "facts" of the matter. I would maintain, however, that their subatomic realm is merely another variant of daimonic reality. Everything that is predicated of it could, for instance, be applied with equal justice to the land of Fairy. Both worlds invert the cozy Newtonian world we inhabit: laws of time, space, causality and, of course, matter are ignored. (Once past the "event horizon" of a black hole, say the astrophysicists, time slows to a standstill; or, once inside the black hole, it "runs backwards".) Subatomic physics introduces extra dimensions—"string theory" allows for ten, I think: our four, plus six more, compacted very tightly. Multi-dimensionality is a staple of science fiction and ufology.

The daimons of subatomic "inner space" are called particles, although strictly speaking they aren't—elecrons, for example, are both particles and waves at the same time. They are paridoxical, both there and not-there, like faeries. Like UFOs they cannot be measured exactly: we can calculate their speed, or their position, but not both. This, roughly, is what Werner Heisenberg called the Uncertainty Principle, and it applies to all daimonic phenomena. We cannot know subatomic particles in themselves; we can only identify them via their daimonic traces. Like minute yetis, they used to leave tracks in vats of detergent placed at the bottom of mines; nowadays they are more likely to leave their spoor on computer screens linked to particle accelerators.

They tease their investigators mercilessly. Each newly discovered particle promises to be the fundamental building-block of matter. First there were atoms; then electrons, protons, neutrons; then quarks, their playful, even Mad Hatterish nature evident in their Lewis Carrollian name. I remember when there were only four quarks, daimonically named Upness, Downness, Strangeness and Charm (good names for UFO types). The last time I looked into them there were more than forty, and counting. Ever smaller, ever more impish and less substantial—the massless particles—they recede from us like quasars, those enormous daimons said to be moving towards the edge of the known universe at speeds close to that of light.

As with all anomalous entities, the very act of observing the particles disturbs them. Observer and observed, subject and object, cannot finally be distinguished. Particles whose existence is predicted obligingly turn up. If we didn't know better, we might almost say that they had been imagined into existence. The so-called New Physicists smelled a rat long ago. They began to compare the whole enterprise to oriental religion or to suspect that its reality is primarily metaphorical, not literal and factual. This is not to say that daimons cannot manifest concretely, as we have seen. In fact, the smaller they are, the more powerful they can be, viz. the atom bomb.

Students of the daimonic—spiritualists, ufologists and so on—excitedly invoke subatomic physics as evidence that other dimensions, other worlds are possible and real. They are encouraged to believe that one day their own favorite daimons will be acceptable to Science. But the subatomic realm is not a literal world of facts from which they can derive support for the literal reality of their own. It is simply another metaphor for the Soul of the World. It is not even an especially good one: daimons prefer to appear as persons, not as impersonal, quirky little particles. The subatomic Otherworld has its own elegance and a certain stark beauty, as the physicists are keen on emphasizing; but it is grey and meaningless compared to the world William Blake saw in a grain of sand. Indeed, while special instruments, such as the microscope and telescope, extend sensory limits, they do not increase its qualitative depth. They produce an ersatz vision, a shadow of that true imaginative vision which alone reveals meaning.

The Einsteinian model of the universe—more like a great thought than a great machine, said Sir James Jeans—reverses the Newtonian model. They are variants of each other, images of a universe whose final reality can never be known. The Otherworld mirrors ours. It can be benign, like paradises that reverse this world's suffering; or it can be uncanny, like the realm some tribes ascribe to witches who walk or talk backwards, wear their heads upside down, their legs back to front. These characteristics are sometimes attributed to the inhabitants of neighbouring villages, reminding us that, to people of imagination, the Otherworld has always been in this one. For such people, to wake is, in a deeper sense, to fall asleep; to die, to live. There may well be an end to this literal world of ours, but there can be no literal end to it because it is continuous with that other world, without end.